viernes, 2 de abril de 2010

El hombre que se fue sin hacer ruido

Hoy es mi primer noche sola. Apago las luces del departamento y lo único que se escucha es el reloj. Raúl, así se llama mi hombre, ha decidido trabajar de noche porque pagan mejor. No estuve de acuerdo, pero decidí callar para no parecer una esposa posesiva. Traté de comprenderlo. Pero al final me arrepentí, porque en las noches me dan más ganas de hacer el amor. Además la cama es inalcanzable, considerando que soy una mujer de 1.57, considerando también que mis pies tardan en calentarse. Y aunque suene a matrimonio viejo, me he habituado a dormir acompañada; el espacio que tanto anhelaba cuando vivía en casa de mis padres de pronto necesita sentir el peso de alguien más.

Estoy convencida de que en la noche salen los monstruos. Por eso ceno algo ligero, después miro televisión e intento leer el libro que desde hace tres meses no logro terminar. No me concentro. Camino en zig zag por el departamento, me mareo, pero no me cansó. Así que decido irme a la cama. Oigo la tos de tísico del vecino de abajo, los ladridos que vienen de la azotea de enfrente y al vagabundo que busca algún tesoro de entre la porquería. Oigo todo, menos lo de adentro. Quisiera doparme con un Tafil para borrar lo de hoy y lo de mañana.

No dormí. Raúl llegó a las ocho. Ni siquiera lo miré cuando me saludó. No le dirigí la palabra, tampoco quise hacer el amor. Quería castigarlo al menos por una semana.

La siguiente noche repetí sin éxito las mismas actividades. Así que intento dormir. No lo logro, entonces me da por escuchar las manecillas del reloj, también por enumerar los apellidos de mis compañeros de la primaria: Fernández, Cervantes Cuellar, González Pastor, Marín Pochat… Pero un ruido que viene de la puerta de la entrada del departamento invade mis recuerdos.
––¿Quién?––pregunto.
Un puño golpea la puerta; un puño que toca enérgicamente; como si lo estuvieran persiguiendo.
––Tal vez el viento, tal vez el viento––intento convencerme.
––¿Quién?–– vuelvo a preguntar sin obtener respuesta.

Raúl llegó más temprano a la mañana siguiente, se metió a la cama y lo abracé. Me ha dicho que tengo ojeras; qué observador, pienso.
La siguiente noche hice lo mismo que las anteriores. Si supiera tejer podría distraerme, de ser obsesiva estaría trapeando los pisos con Pinol mientras los demás duermen. Pero no. Así que apago la luz de mi recámara. Tocan a mi puerta.
––¿Quién?–– pregunto.

Me responden unos puños ansiosos. No es Fernando, el vecino, porque sus manos son pequeñas y los puños que tocan son de una persona robusta. Me fui a la recámara, cerré la puerta y no dormí.
Raúl fue a recoger unos papeles y llegó ya entrado el mediodía. Yo todavía estaba en la cama. Mis ojeras aumentaban y mis nervios también. Pero no le conté porque se iba a burlar. Sin embargo mi rostro le impresionó.
––¿Por qué cierras la puerta del cuarto?––preguntó.
––No me gusta oír extraños––dije sarcásticamente, sabiendo que Raúl no entendería.

Esa noche cené y esperé a que tocaran, pero nadie llegó.
Al día siguiente hice el amor con Raúl. Por un momento pude olvidarme de los puños. Pero esa noche tocaron y no estaba preparada. Golpeaban con insistencia, lo hacían a pausas, como si tomaran un respiro. El quién volvió a mis labios sin encontrar respuesta.
––Mira pendejo o pendeja, o lo que seas. Ya me tienes harta, te voy a abrir y te vas a ir a la mismísima chingada––dije.

Abrí. Mis ojos permanecieron fijos. Contuve el aliento como si temiera tirar a eso con mi respiración. No lo invité a pasar porque entró sin mi permiso. Se quitó el abrigo y camino a la recámara. Sus pies crujían y sus ojos no tenían expresión, tan hundidos que parecían cavernas, me acordé del Bebé de Rosemary. Sus ropas parecían ser lo único que llevara algún peso, como si lo detuvieran. Me imaginé a esos títeres que se mueven ligeros dentro de sus cuerpos, pero que su vestimenta los mantiene en tierra.
Se apoderó del colchón, justo del lado de Raúl. No se quitó la ropa. Permaneció en la misma posición al menos durante ocho horas. No hacía ruido, así que de pronto olvidé que estaba a mi lado y le di codazos.
Dormí. Dormí sin temor ocho horas justo cuando Raúl llegó y me dio un beso en el cachete. Brinqué sobresaltada, él se río y se acostó junto a mí. Dijo que olía a naftalina, le contesté que estaba loco.
La siguiente noche puse dos tazas en la mesa y preparé ensalada y pasta. Pero cené sola, después me fui a dormir. A las tres los puños tocaron, dije quién mecánicamente, abrí y regresé a la cama, me siguió y se acostó a mi lado. Durmió boca arriba, pero esta vez sus dedos heledos se posaron en mi hombro. Aun así mi sueño fue extraordinariamente relajado.

Pese a la estrechez de la estancia, Raúl no tuvo ojos para mirar la taza que estaba en su lugar de la mesa. Pero la frialdad de mi hombro lo estremeció.
––Eres muy joven para morir, déjame calentarte––dijo Raúl.

Mis ojeras se fueron borrando, dejé de estar taciturna y de mal humor, mis cachetes tenían color. Sin embargo había cierta frialdad en mí que inquietaba a Raúl, cómo explicarlo, yo era la misma; mis detalles, las caricias, las palabras, la sonrisa, el deseo, el anhelo seguían, aunque a veces sentía la necesidad de estar sola, de que Raúl saliera a trabajar. Además la idea de estar con un extraño mientras sale de casa me parece excitante. Tener una doble vida, como Catherine Deneuve en Bella de día, salir al súper en la tarde y no regresar, ir a pasear al perro y encontrarme con el dueño de otro can, hacer una fiesta con mis mejores amigas y ahogarnos en alcohol, ir a cenar con el primero que se me ponga enfrente…

Ha pasado una semana desde que llegó y desde entonces lo espero con impaciencia. Ayer por ejemplo tocó a la puerta casi a las cinco de la mañana. Me he acostumbrado a la comodidad de nuestros silencios. Esa madrugada mi cuerpo tembló al no encontrar su rostro entre la oscuridad. No pude estirar la mano más allá de su almohada. Él no se daba cuenta de mis fantasmas. Boca arriba su cuerpo parecía flotar sobre el agua, bajo el ensueño del olvido.

Raúl abrió la puerta de la casa silenciosmente esperando descubrir el crimen de su mujer. Pero cuando me vio dormir se regañó a sí mismo y pensó en lo estúpido que había sido. Su mujer lo amaba y él también, no había razón para el engaño, aunque sí muchas horas para planearlo. Fernando le hubiera dicho, se hubiera dado cuenta; y ella no podía ser tan descuidada. Ana, perdóname, te quiero, te lo juro, te adoro, un detalle, la comida, los abrazos, los disgustos, la balanza, en la cama, los colores, los orgasmos, la ventana, el cielo, Ana, Ana, Ana. Tengo que ir de nuevo a trabajar, sí, lo siento, es el horario, ya cambiará. ¿Ya quieres que me vaya? ¿Por qué? ¿No me extrañas? ¿Por qué hay una taza en mi lugar? ¿A quién esperas?, ¿dónde lo hacen?, ¿en el cuarto o en estudio? ¿cuándo lo conociste? ¿Por qué no te creo?

Ya son las once y no lo espero. Me pongo a ver televisión, pero mi tolerancia es nula frente a canales nacionales. Prendo el radio, pero detesto que los locutores crean que sus palabras son necesarias. Para llenar vacíos, sólo el silencio. Ya me acostumbré. Raúl no me entiende, dice que he cambiado, que estoy deseosa de que se vaya a trabajar. Una escena de celos después de siete años. Solté una carcajada, se exaltó y se fue.

Toc toc toc, como la primera vez. Conozco esos puños. Abrí y no me dedicó siquiera una mirada, parecía de malas. Fue a la recámara y por primera vez se quitó los zapatos. Dormimos.Sus ojos vacíos me despertaron y me hicieron estremecer; sus labios intentaron hacer una fallida sonrisa.

Raúl llegó directo a la cocina, no me dio beso de los buenos días. Fue a la recámara buscando la evidencia. Y la encontró, según él. Su paranoía lo hizo ver una silueta marcada en la almohada, justo de su lado.
––¿Lo conozco?––preguntó
––No. ¿A quién?––contesté fingiendo demencia.

Aventó la taza de café, luego fue a nuestro cuarto y quitó las sábanas. Verlo mearse en la funda de su almohada me ha provocado un ataque de risa. Aguantándose las ganas de darme una paliza, azotó la puerta de la casa y no regresó. Esa noche dormí completamente sola. No oí los puños, pero tampoco los esperé.

Raúl llegó muy temprano. Reviso su almohada sin encontrar marcas, se desvistió y se acostó en la cama, lo saludé con los ojos medio cerrados, me dijo con una mueca que desde mañana su horario dejaría de ser nocturno. Sonreí y pensé que en las mañanas rara vez me siento sola. Aunque nunca se sabe.


ja
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