sábado, 21 de noviembre de 2015

Sobrepeso



¿Qué haces cuando una persona pesa? En sentido literal y figurado. Cargar cansa, duelen los hombros, la espalda, el cuello, incluso la cabeza. El abrazo puede ser abrumador porque pesa y  entristece. 

La pareja intentaba dormir. Ella se movía como lombriz, él roncaba, ella se quitaba la almohada, él mataba mosquitos, ella veía el reloj,  él veía su Facebook, ella iba a orinar, él prendía la luz y fumaba.  En realidad era una pareja dispareja, una pareja que se quería mucho, pero que no sentía mariposas o colibríes en el estómago por más que lo intentaran.

Una de esas noches de insomnio, ella puso su mano sobre el hombro de él, pero él la apartó, y es que ella era de huesos pesados, se le clavaban como espinas. Él cruzó su pierna en la de ella, pero a ella se le dormía inmediatamente, era como un saco de papas y todos sabemos que los sacos de papas pesan muchos kilos.

Quiero decirte algo dijo él.
Yo también.
¿Quién empieza?
Tú primero.
No, tú.
Bueno, los dos al mismo tiempo.
Una, dos, tres dijeron.
Me pesas contestaron ambos.

Ella se había jorobado con el paso del tiempo, él trataba de mantener la postura adecuada, sin embargo el peso terminaba venciéndolo. 

Él se quedó en la casa, se deshizo de los muebles, compró plantas y adoptó un gato. Ella regaló varias bolsas de ropa y tiró aquella maleta que siempre usaba cuando viajaba y que tanto le pesaba.

Dicen que él recuperó el sueño y ella la levedad.



lunes, 2 de noviembre de 2015

Disparidad




Lo que tú ves yo no lo veo, 

lo que yo veo tú no lo ves. 

Y así nuestro estrabismo emocional.

miércoles, 12 de agosto de 2015

EL MAR EN TODAS PARTES



Cuando era niño creí firmemente que el mar dejaba de producir olas al terminarse las vacaciones. Enterarme de que no era así, de que seguían rompiendo en la playa cuando nosotros estábamos de vuelta a la escuela, me dejó atónito. No podía entender semejante desperdicio de energía y belleza. Las olas eran para mí no sólo la esencia del mar sino el adorno supremo del verano y no podía concebir que siguieran trabajando cuando nadie estaba para verlas. Tal vez. me dije, alguien en la orilla se quedaba vigilándolas mientras nosotros estudiábamos inclinados sobre nuestros cuadernos, alguien se encargaba de no dejar al mar solo y su alma. Pero el daño ya estaba hecho y ahora podía imaginar el mar abandonado a su suerte, idéntico a sí mismo en verano y en invierno, con o sin vacacionistas, y eso significó entender la desolación. ¿Qué es la desolación sino la falta de olas? Lo dijo el poeta: “un mar sin olas,/ desolado”. Porque un mar cuyas olas no rompen para nadie es como un mar que no las tiene, al revés de aquel que las guarda tan pronto como el último veraneante le ha dado la espalda, que era como yo lo imaginaba de niño. Tal vez ahí comenzó mi ateísmo, que casi no ha tenido titubeos y en los raros momentos en que los tuvo, me bastó imaginar el mar en ese trance de ser más mar que nunca cuando nadie lo ve, para saber que nuestra vida es como la suya: sin testigos y abandonado a su suerte. De este primer pasmo metafísico debió de venirme mi propensión a buscar el mar en todas partes, presente en cada cosa y objeto, un mar incubado que para permearlo todo ha recogido, en efecto, sus olas. Así, mi creencia infantil no era tan errónea. El mar no esta abandonado a su suerte porque cuando le damos la espalda lo llevamos con nosotros y las olas, que de niños creíamos mudas durante casi todo el año, no dejan den trabajarnos en secreto hasta nuestro próximo encuentro con él, y al verlas romper de nuevo en la orilla entendemos atónitos, maravillados, que ninguna rompió durante nuestra ausencia sin que lo supiéramos y que el mar nunca está solo y su alma.
Fabio Morábito, El idioma materno

miércoles, 22 de julio de 2015

Con fecha de caducidad






Recuerdo que cuando era niña me veía en el espejo muy a menudo, casi siempre me ponía a bailar frente a él, usando mi mano como micrófono. Era mi público, pero tembién ejercía una extraña atracción porque pensaba que detrás del espejo había un mundo paralelo, otra dimensión y que quizá en una de esos encuentros me iba a ir de ese lado. Pero no sucedió. Los espejos continuaron en mi vida a lo largo de los años, incluso los cristales de algunos edificios cumplían la función de ver mi imagen reflejada: allí estaban mis cabellos despeinados, las ojeras o el rostro del día. Vanidad, le llaman a eso.

¿Alguna vez se han puesto a pensar de dónde viene la palabra vanidad y sobre todo, cuál es su verdadero significado? Vanidad viene del latín vanitas y el Diccionario de la Real Academia la define como cualidad de vano. Ser vano es ser falto de realidad, sustancia o entidad; ser hueco, vacío y falto de solidez. Incluso una fruta de cáscara cuya semilla o sustancia interior está seca o podrida es vana. Otra definición de la RAE: es algo inútil, infructuoso o sin efecto; arrogante, presuntuoso, poco durable, que no tiene fundamento, poco durable o estable. Hasta dentro de la arquitectura (en ese contexto desconocía el uso de la palabra vanidad) vano es la parte de un muro o fábrica en que no hay apoyo para el techo o bóveda. 

Y sí, en algún momento, a nuestra manera, somos vanidosos: a la hora de la foto buscamos nuestro ángulo, si vamos a una fiesta o a una cena nos vestimos con nuestras mejores galas, en la selfie, en una cita de trabajo o de romance, al exhibir cuánto sabemos de cierto tema o enumerar nuestras gracias, cuando vamos a la playa y unas semanas antes nos ponemos a dieta para vernos como chica de revista. La realidad es que estos momentos tarde o temprano caducan. El ángulo de la foto caduca cuando te miras al espejo y ves las arrugas que circundan tus párpados, la panza sumida para la playa se deshace cuando te abrochas el cierre del pantalón con dificultad, la cita de amor se vuelve real cuando al día siguiente miras que a la persona con la que estuviste le apestan los pies o tiene un hoyo en el calcetín.


Los significados de la palabra vanidad, sea cual sea su contexto y sus acepciones, tienen algo en común: son perecederos, temporales y tan huecos como la cabeza de nuestra primera dama. Son como esos juguetes Made in China aparentemente hermosos y bien hechos, pero que a la media hora terminan en el bote de basura. Bien lo dijo el escritor francés Honoré de Balzac: “Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir”. Tiene razón. Yo creo que todos tenemos algo que mostrar sin mostrarlo, algo que decir sin decirlo, algo muy adentro, alejado de la vanidad que no es perecedero, eso que nos hace valiosos. No sé ustedes, pero en mi caso, es más divertido contemplar los espejos como 



martes, 2 de junio de 2015

Siempre te recordaré bailando


I
Habían peleado en toda la ciudad, sólo les faltaba el Oriente y los confines del Norte. Clara y Ricardo se conocieron en una panadería. Él escogía conchas y donas, ella llevaba sólo bolillos. Allí comenzaron sus diferencias.
Salieron durante dos semanas, después se hicieron novios y luego esposos, pese a todo, pese a que a él le gustaba el futbol y a ella ir a clases de yoga, pese a que uno prefería el bosque y otro la playa.
Ricardo no confiaba en Clara. Todo lo que hacía le parecía sospechoso, si estornudaba, si se rascaba la nariz, si tenía una junta en el trabajo a deshoras, si le hacía pasta, si lo abrazaba, si se ponía falda, si lo quería más un día. Sin embargo la amaba porque cada vez que ella reía él se ponía de buen humor y por un momento se olvidaba del mundo. Ricardo amaba a Clara cuando ella se recargaba en su pecho buscando protección, se enternecía porque a veces parecía que su mujer escuchaba el mar.
Por su parte Clara llegaba del trabajo a revisar el armario porque pensaba que su marido algún día iba a desaparecer sin dejar rastro siquiera de los pelos de su barba, esos que siempre quedaban regados en el lavabo y que tanto odiaba limpiar. Sin embargo lo amaba cuando sus ojos intentaban penetrar en los de ella para tratar de explicar lo que no tenía explicación. Clara amaba a Ricardo cuando sacudía sus emociones y la confrontaba pacíficamente en búsqueda de respuestas.
Era una especie de montaña rusa lo que ambos experimentaban. A veces se sentían en la cúspide, pero inevitablemente se tambaleaban hasta caer primero lentamente, después violentados con una sacudida que les daba vértigo y les revolvía el estómago. Sin embargo se amaban, lo sabían cada vez que sus ojos se encontraban.

II
Llevaban de lunes a domingo peleando, casi un mes de dimes y diretes, de tú fuiste, de yo no fui, de haces todo mal, de vete a la mierda, de no funcionamos, de ya hay que tronar, de podemos ser amigos, de estamos lastimándonos, de la cagaste, de no me hables así, hasta terminar siempre acurrucados bajo las sábanas.
Los dos tenían ojeras pues casi siempre las discusiones eran durante la noche y se alargaban hasta la madrugada. En el trabajo de Ricardo le hacían burla pues pensaban que cada noche él y su esposa se desvelaban copulando para tener un hijo. “Sería el anticristo”, le decía Clara cada vez que Ricardo le contaba las bromas de sus compañeros. Sin embargo ella no consideraba descabellada la idea de tener al anticristo y salvarse de ellos mismos creando a un monstruo para que finalmente los devorara.  Fue por eso que le propuso a Ricardo irse de vacaciones; él estuvo de acuerdo y,  pese a su desprecio por las playas, propuso ir a una, eso sí en un hotel All Inclusive, nada ecológico, odiaba cagar entre malezas o dormir en hamacas con moscos.
Llegó el día. Se subieron al avión,  durmieron los 42 minutos que duró el viaje. Habían peleado toda la noche. Clara lloró, Ricardo se salió de la casa y llegó dos horas después con aliento a cerveza. “Te recuerdo que mañana empiezan nuestras vacaciones”, dijo con voz adormilada. “Ya lo sé”, contestó Ricardo.
El hotel estaba a reventar. Se podía ver a varias personas vestidas con camiseta anaranjada y cachucha negra en los elevadores, en los pasillos, en la alberca, en el restaurante y en la playa. Un animador con un megáfono los motivaba a participar en las actividades organizadas por Zosit, la empresa a la que pertenecían, con el objetivo de ser mejores empleados.  Clara los veía desde su palapa y sentía pena por ellos, por sus actuaciones para demostrar que tenían la camiseta puesta. En cambio, Ricardo envidiaba sus actividades deportivas, pues creía que los alejaba de sus problemas personales. Incluso pensó en hacerse pasar por un empleado con tal de echarse una cascarita en la playa. Pero no lo hizo. Permaneció estoico al lado de su mujer, abanicándola con una revista de chismes, mientras él se tomaba su onceava cerveza.
Llevaban dos días sin pelear. Habían prometido hacer el amor diario. Incluso Ricardo prometió no quejarse del calor, ni de la arena, ni del sol, ni de las reservas naturales que iban a conocer en la lanchita que había rentado para pasear a su mujer y mantenerla contenta. Así fue que a medio día se prepararon para hacer un recorrido en el mar, empacaron cervezas, botanas y una cámara. Ricardo dijo que sabía manejar lanchas porque sabía manejar motos. Poco a poco la playa fue transformándose en un puntito, después se mezcló con el mar y con el cielo.
–¡Cómo no te gusta! –dijo Clara.
–No está mal, pero prefiero algo con más vida.
–¿Más vida que el mar? –dijo sorprendida Clara.
Ricardo iba a replicarle a su mujer, pero el viento y las olas de mar se entrometieron en la charla, entonces Clara se acostó boca arriba y él boca abajo.
Cuando despertaron el viento estaba frío. A ella le ardía la cara, a él la espalda. El sol había desaparecido. La espesura de la noche los acompañaba. No había luna, el cielo se confundía con el mar. Por primera vez coincidieron en algo: tenían miedo. No sabían dónde estaban. Se habían terminado las botanas y las cervezas. No había luces de hoteles o signo de vida, excepto el vaivén del mar. Ricardo encendió la lancha y avanzó; aplicó el método de meterse un dedo en la boca y sacarlo para encontrar el camino, uso su encendedor para hacerse visible, el celular también, pero no había señal, el flash de la cámara como reflejante, sin embargo no hubo resultado, ni siquiera sus vagos recuerdos de Boy Scout ayudaron. Tras varias horas la lancha se agotó y no avanzó más.
–No sé qué va a pasar con nosotros, pero algo sí me queda claro: la imagen de ti y de mí juntos es cuando yo bailaba y tú me veías con esa sonrisa infinita –dijo Clara con voz temblorosa.
–Siempre te recordaré bailando –contestó Ricardo.
Se abrazaron muy fuerte, tanto que a Clara le costaba trabajo respirar. Se agregaron los sollozos al sonido del mar y del viento.

III
Nadie se percató de que los Gómez Haro llevaban tres días sin ir al buffet del restaurante “Mar Adentro”, de que la señora no había ido a darse masaje como cada tarde, de que habían dejado de oírse suspiros cada noche, de que el minibar de la habitación 404 conservaba las cervezas intactas.
            Hoy la actividad de los empleados de Zosit consistía en participar en un rally y después escuchar las palabras del director general. Aún faltaban varias actividades de integración, sin embargo se interrumpieron cuando el empleado del mes encontró la lancha donde los Gómez Haro habían salido a dar la vuelta. Hizo señas a sus colegas para que pidieran ayuda. Había un hombre y una mujer en la lancha, tenían los rostros y el cuerpo del color de un camarón. “Se ve que se querían mucho por la forma en que están abrazados”, pensó en voz alta, mientras veía a los guardias de seguridad acercarse al ritmo del reggaeton que se escuchaba como música de fondo.




jueves, 21 de mayo de 2015

Fin

Hasta nunca, fue así como se despidió.
Adiós –dijo ella.
Cinco minutos después, él estaba tocando a su puerta porque no había taxis en la calle.
¿Me puedo quedar? –dijo él.
Sé responsable de tus palabras –dijo ella, mientras le daba una cobija para que durmiera en el sillón.

miércoles, 29 de abril de 2015

Lo que hay es la luz



Gaby decía que si ganaba el PRI se iba a ir del país y se fue a otra dimensión; que no quería llegar a vieja y se salió con la suya. El domingo, de camino a México, había una ambulancia parada en la carretera. Inevitablemente se fueron apareciendo los recuerdos que pensaba ya más diluidos.

Antes, cuando oía a las ambulancias, me ponía de malas porque el ruido que hacían calaba los oídos e incluso llegaba hasta las tripas. Me imaginaba lo que sentiría la gente que iba acompañando a su familiar o amigo desde aquella posición, en la que, a través de la puertita, se veía la vida desde afuera.

Hace dos años me tocó estar adentro de una ambulancia, iba con Gaby. Mientras estaba adentro pensaba en por qué me había tocado justo a mí, en que hacía una hora habíamos comido pollo con tortillas, en que todos estábamos felices de haber llegado en bicicleta hasta aquel lugar, en que hacía calor, en que no entendía por qué los escenarios cambian tan violentamente, en la fragilidad, en lo que pasaba por la mente de Gaby justo en ese momento (si es que todavía pasaba algo), en su otra mirada, tan diferente a la de siempre, en su silencio y en su voz grave, pero armoniosa, en su sonrisa, en que me asustaba su forma de respirar, en que quería empujar la puerta de aquella ambulancia y regresar la cinta de la historia media hora antes para recomenzarla. Pero la cinta seguía avanzando. Y así, desde su otra dimensión, Gaby se salvó de las incongruencias del PRI, de tener un cutis con grietas y achaques de vieja, justo lo que ella no quería. ☺

jueves, 15 de enero de 2015

Flan napolitano

Cuando le dieron la noticia, doña Rosy se dedicó a adornar la pared de aquella recámara con nubes y olas de mar. Pintó y acomodó  muebles y chambritas, movió varias veces la cuna de lugar y finalmente quedó satisfecha. La mujer no se vino abajo ante la nula respuesta del progenitor, leyó revistas de moda con tips para ser una buena madre, oyó los consejos de sus amigas y de las mamás de sus amigas y espero pacientemente nueve meses.
“Le voy a contar cuentos, le voy a enseñar a ser un buen hombre o una buena mujer, a según. Voy a hablarle del amor y de las cosas bonitas de la vida; le voy a enseñar el mar, vamos a nadar y a jugar a las escondidillas”, decía a solas aquella mujer en un monólogo donde sólo la escuchaban las paredes y las plantas de su diminuto y gélido departamento.
El parto fue normal, el niño no.  Cuarenta y siete cromosomas en vez de 46 salieron a flote y formaron a un niño con síndrome de Down. Después de una depresión posparto y de la famosa cuarentena, doña Rosy fue asimilando su papel y se dedicó a su pequeño en cuerpo y alma, como se dice comúnmente.
Fue paciente cuando a Julito se le ponían los cachetes rojos con cada berrinche, cuando pataleaba y le pegaba sin querer, cuando hacía trompetillas con el Gerber y escupía la leche en el piso de la cocina, cuando prefería gatear en vez de caminar, cuando sacaba las revistas del librero y las rompía con sus manitas, cuando eructaba en la calle, cuando se le olvidaba avisar y se cagaba en los pantalones, cuando dejaba sus manos grabadas en la pared, cuando le dijo “má” a los cinco años y cuando sin querer tomó una bolsa de papitas del súper y un policía con cara de pocos amigos  nlos interceptó a la salida.
Doña Rosy logró meterlo en una guardería y después en una escuela especial. Cada mañana dejaba a su hijo mientras ella tomaba el camión que la llevaba a la tienda departamental donde trabajaba desde los veinte años.
Había sido una mujer atractiva. Siempre trataba de destacar sus ojos verdes con el rímel, sin embargo las ojeras invadían gran parte de su rostro, el cabello se le había resecado y le había quedado una ligera pancita tras su maternidad que con los años fue inflándose. A diferencia de ella, el aspecto de Julito siempre reflejaba cuidado y atención: cabellos bien cortados, zapatos boleados y cara limpia, excepto por las babas acumuladas que se formaban en las comisuras de los labios del niño, luego del adulto. A ello se sumaban  algunos gases sin pudor y excavaciones en la nariz para hacer con los mocos figurillas y dejarlas pegadas en las paredes. Cuando su hijo cumplió 40 años, doña Rosy decidió dejarle un bigotito que cada tercer día era rasurado para que no perdiera su forma; a esto se incluía una cachucha a cuadros que variaba dependiendo del color de ropa.
En todo este tiempo doña Rosy no dejó de jugar con Julito ni de inventar actividades pese a las canas, a las varices y al cansancio acumulado de sus 70 años. Sus ratos de recreación eran cuando dormía y soñaba que ella y su hijo vivían en una casa frente al mar, jugaban con las olas, caminaban y sonreían mientras el sol le daba a sus ojos un efecto oriental.  Cada noche llevaba al niño después del trabajo al parque, el único lugar donde podía respirar aliviada y suspirar a diestra y siniestra. Un excelente distractor para ambos. Allí solían sentarse en la banca de siempre sin un fin específico. Muchas veces los pensamientos de doña Rosy se concentraban en la fragilidad de su hijo. No lograba imaginar cómo sobreviviría aquel hombre-niño cuando ella no estuviera, entonces sus ojos adquirían ese brillo tan típico de la melancolía y luego venía ese dolorcito que a veces le oprimía el pecho.
Aquel domingo a doña Rosy le había tocado descansar, así que aprovecharía para hacer el flan preferido de Julito e ir al centro comercial. Tenía ganas de comprarse una blusa blanca bordada, la que había visto justo en el aparador de la tienda hacía dos semanas. Julito le tomó la mano como siempre y se dejó llevar. Doña Rosy le compró un helado doble de chocolate y permitió que se manchara las manos. “Pobre hijito, quizá esta sea la mejor forma de sentirte feliz”, pensaba.
Sentados en la banca del centro comercial, pasan frente a ellos parvadas de adolescentes, manadas de amigas con pantalones tomados del mismo patrón, parejas en crisis y recién casadas. “¿Alguien se tomara la molestia de mirarnos”, le pregunta doña Rosy a su hijo sabiendo que sus palabras no encontrarán eco. Los tres bostezos seguidos son un reflejo de su agotamiento, del peso de haber cargado durante tantos años a un ser que no piensa como ella, pero que ama sin reservas.
Después de un breve descanso, retoman su camino. Ambos van arrastrando los pies, una por cansancio, otro por torpeza. La blusa blanca bordada está esperando a doña Rosy en la sección de saldos de la tienda Super Woman. Julito se distrae jugando entre la ropa, su madre lo mira a lo lejos y sonríe, sin embargo su vista se nubla y cae al piso sacudiendo a la boutique. Aún no se percata del colapso de su madre y sigue jugando, pero al alzar la vista para buscarla, se da cuenta de que hay gente arremolinada. Algunos toman sus teléfonos, otros dirigen, dándoselas de doctores y otros más rezan.
Diez minutos después llega la ambulancia. Doña Rosy comienza a enfriarse. Julito es ignorado, no sabe que su madre acaba de morir de un infarto fulminante. La busca desesperadamente en la tienda, tal vez se escondió entre la ropa (a su madre le gustaba hacerle bromas y jugar). Comienza a llorar nerviosamente, alcanza a decir “má” entre balbuceos, la baba se agolpa en las comisuras de los labios y en su bigote, baja por el rostro hasta llegar a su camisa, mueve la cabeza de un lado a otro, no entiende lo que sucede.
Tres horas después la dependiente logró sacarlo con la ayuda de los guardias de seguridad. Julito seguía llorando. Arrastró los pies por el centro comercial y llegó a la tienda de los helados, la cajera lo reconoció, le preguntó por su mamá, no contestó y siguió su camino. Dos vueltas, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, de nuevo vueltas. Salió del lugar para continuar su búsqueda, pero su mamá seguía sin aparecer.  La costumbre de comer a cierta hora comenzaba a reflejarse en los ruidos que hacía su estómago. Pronto iba a comenzar su programa favorito, ese donde la gente canta, además en el refrigerador hay un flan napolitano preparado especialmente para ese momento.



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