jueves, 22 de mayo de 2014

Sobreexposición visual


Sales a la calle y miras lo que se te dé la gana. Miras a la gorda con mayones blancos, a la escuálida con mayones negros, el tatuaje del cajero del Oxxo, la joroba de la octagenaria, a los oficinistas con círculos de grasa en el saco, a las cougars de tacones-zancos, a los ciclistas amateurs, también a los hombres que caminan por el camellón.  Miras el “se renta”, también al vagabundo con media pierna de fuera, a la cucaracha color cabello de algunas mujeres, a la loca que grita entre los coches y te recuerda que las brujas existen; al hombre y a la mujer poco agraciados, al cielo color melón, al piso y a los escupitajos, a los zapatos del aparador, a los encabezados de los periódicos, al niño con los mocos en la mitad del rostro, a los vientres amasados con rodillo, a los que ya se salieron de cauce, el sol, la luna, al albañil de pantalones pegados, a la chica bien con ropa de marca, a la mesa de al lado, al extranjero con mapa en mano, al ojiverde, a la mujer de labio leporino, al perro dando pasitos como de ballet, a la dueña gritándole, a las gotas de lluvia, a la pared resquebrajada por otro temblor, a las flores marchitas, a los sanjuderos con cejas depiladas, al de los periódicos, a la virgen del taxista, a la viejita con el hijo tarado, al matrimonio aburrido, a los novios devorándose en un rincón del metro, al hombre que sabrosea a la mujer de minifalda, al mensajero de la moto, al “viene, viene”.


Miras y si te cansas, cierras los ojos y escuchas lo que hay a tu alrededor. Lo más seguro es que no puedas permanecer ni diez minutos con los ojos cerrados porque querrás ver todo lo que se te dé tu regalada gana.
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