miércoles, 22 de diciembre de 2010

Canales cruzados



Hora pronobis hora pronobis hora pronobis hora pronobis hora pronobis hora pronobis, canta mujer 1 en un viaje sin regreso, rodeada de gente que no se toma la molestia de mirarla. 
          Entren santos perros gringos, perros gringos, reciban esta canción, canta convencida de que la Navidad es inspiradora. Mujer 2 la escucha con detenimiento, convencida de que la Navidad no es inspiradora, asfixia. Hostigamiento pseudo espiritual que flota entre las estrofas de los villancicos gastados que pretenden inmortalizar los artistuchos de la tele.
          Pese a no tener un techo, un arbolito con luces, un pavo con pasas y un estéreo para poner los clásicos villancicos, mujer 1 siente lo que algunos experimentan gracias a las películas de la temporada y a los convencionalismos. Mujer 2 en cambio sabe que no desea comer pavo con pasas, ni mirar las lucecitas, ni bailar con el tío borracho la versión tropical de “Los peces en el río”. 
          Mujer 2 desearía ocupar el lugar de mujer 1, por eso ha decidido interceptarla, subirla a su auto y dejarla tras la puerta de la casa de sus tíos. Ella en cambio habrá logrado quitarse ese ahogo decembrino, ocupará el puesto de mujer 1, sus tripas crujirán esperando el bocado mientras camina y camina. Sin embargo el frío la obligará a volver del viaje, entonces se refugiará tras las cobijas de su cama con una sonrisa liberadora.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Asociación de palabras en solitario a la media noche

Locura guardada en un plato hondo esperando ser devorada.


Susurros tras la cortina de la noche rondan por mis oídos. Pero no estás tú.


La mirada como punto de partida, la mirada perdida o quizá escondida. ¿Quién se anima a encontrarla?


Portero del mar viaja a través de las olas ansiando atrapar su espuma en una botella.


Uno tendría que clausurar a ciertas personas de su vida.

Estornudos perrunos entremezclados con los gases tóxicos emitidos por algúm dueño celoso.

Posible: yo. Imposible: tú.

México, siempre infiel.

sábado, 30 de octubre de 2010

Madame Zazú



Mano estirada para que la chica desconocida y que por cierto, presume del don de ver muertos, comience a interpretar estas líneas.
          Un alma vieja con un sexto sentido ultradesarrollado, sin embargo no hay credibilidad en él. Inteligencia más allá de lo normal, pero con tendencia al boicot, mala elección de parejas. Sabes que no son y te esmeras en seguir, dijo. Has tenido dos parejas importantes, pero inmaduras. Claro, cuatro años viviendo con un niño. El otro quizá un arquitecto o el penúltimo hombre.
          Madre omnipresente inmediatamente asociada con las mariposas negras que están en los techos y el terror que transmiten. Tienes que resolver los conflictos con ella, de esa manera vas a fluir en lo demás. Cinco años en psicoanálisis no fueron suficientes y me lo viene a decir madame Zazú en una comida, frente a dos desconocidos y un amigo.
          Esa chica me desnudó. Me quedo reflexionando, pienso en las señales que me envían los otros, en que debo hacerles caso y no retroceder, en que el cebiche está delicioso y el vino blanco le va re bien, en que sí quiero encontrarme del otro lado con alguien que me sostenga con firmeza, en que las frutas inmaduras definitivamente me causan malestar.

jueves, 21 de octubre de 2010

Adentro y afuera


I
Tomó la foto sin esperarla a ella. Tomó la foto sin esperar una historia, sólo ese instante, como dicen gastadamente los anuncios. (Después en las montañas, en un avión, en un país, en otro, tomados de la mano, allí descansarán ellos en las fotos archivadas.)

II
Treinta personas de más de un lugar del mundo se reúnen en un bar para celebrar que ya no se verán más las caras, como venía ocurriendo desde hace un año. Midori ya lo había visto caminando cerca de la universidad. Emilio no, eso pensaba.

Abunda la cerveza, los ojos comienzan a brillar, las voces van cobrando amplitud a medida que los tragos aumentan; las lenguas se mezclan en una especie de Babel. Midori está en otra mesa con dos amigas, casi no hacen ruido, pero son lo suficientemente atractivas como para que más de un hombre voltee, Emilio, por ejemplo. Ella se está riendo, instante que aprovecha él para tomarle la foto, la que dos amigos enmarcarán como pretexto para no parecer demasiado obvio.

III
Lo que sigue es organizar un viaje a las montañas, de despedida. Emilio, Midori y otros más. Y sucedió que platicaron por primera vez, aunque ya se habían visto antes, detalle en el que Emilio no se percató.
         Seis meses después cuando Midori inevitablemente se volvió más que familiar, Emilio decidió poner orden en sus fotos, entonces las acomodó, tiró algunas, dejó otras. La foto enmarcada salió de los archivos: Midori en medio de los dos amigos sin mostrar trazas de haber descubierto una mirada in fraganti tras un lente. En realidad ella lo estaba esperando silenciosamente, con una sonrisa, la misma que probablemente tendrá en el instante en que una mirada tras un lente dé clic, justo después de la ceremonia de unión; la foto donde saldrán juntos, la que convivirá en la mesita, junto a la foto enmarcada por los amigos, junto a Midori esperando ser reconocida.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Apología, un año después

Si fumas mota, si tienes affaires, si te gusta la fiesta y el vino, si cuando hace calor te dan ganas de una cerveza, si la gente que te rodea no parece realmente de su edad cronológica, si quieres despertar a las 12 de la mañana en un día en el que normalmente la gente trabaja, si no quieres lavar los trastes, si tu mente piensa la mitad del tiempo en sexo, si tus amigos no se han casado, si no tienen casa propia, si eres dispersa e irregular, si no has ahorrado lo suficiente como para despreocuparte de tu vejez, si no sabes hacer arroz, si te cuesta trabajo pensar qué harás en un futuro, si pierdes el control, si no te importa tener el mismo auto, si es un halago pasar por menos años aunque tengas treinta y tantos, si no te gusta que te traten como niña, si no envidias a quienes nacieron en los ochenta, si no te gusta hacer el papel de mamá porque hay alguien que lo lleva en las entrañas, si no tienes la vida comprada, si vives al día, si tus amigos usan drogas duras y no tan duras, si odias las bodas, los baby showers, bautizos y despedidas de soltera, si la edad te ha vuelto un cínico o un viejo lobo de mar, si no te gusta maquillarte, si no sabes andar en tacones, si le temes al mar, si tus sueños te agobian, si vas al psicoanálisis, si te emborrachaste e hiciste desfiguros, si no te hallas con los posers ni con los doble moral y menos con los doble cara, si te cuesta trabajo decir lo qúe te molesta, si tu cuarto está hecho un asco, si dejas pelos regados como alfombra, si estás flaca, si estás gorda, si caminas chueco, si extrañas al hombre con quien pensabas que ibas a estar siempre y no soportas que haya alguien más en su vida, si en lugar de comprar latas de atún compras botellas de vino de oferta, si a veces te portas como niña, si te gustaría tener una aventura con un escritor, un músico o un fotógrafo, si quieres vivir en otro lado y dedicarte al goce, si prefieres viajar a comprar una casa, si no tienes seguro de vida, si prefieres una hora de lectura que de quehacer, si no soportas toparte con un enfermo de cáncer en un hospital, si dudas de la gente que dice ser completamente feliz, de los hombres con bigote y de quienes se refugian en doctrinas que no siguen de raíz, si te angustias al encontrar arrugas en tu rostro, si usas botes de yogur como tuppers, si te asumes como desapegada y sólo tienes libros, discos, plantas y dos ollas, si te dan miedo los juegos mecánicos, si te pones en el mismo papel que tu sobrino de cinco años, si no te importa recibir a tus amigos aunque la casa esté empolvada, si se te da más escribir que hablar, si escuchas música rara, si vomitaste en el baño de algún desconocido, si robabas libros cuando ibas en la universidad, si vas a besar varios sapos en el transcurso de tu vida hasta toparte con quien desees, si aún no has definido un proyecto de vida, si odias que alguien diez años menor que tú ose llamarte inmadura por el hecho de no cuadrar dentro de sus estándares, si te pones a escribir tu propia justificación por la cual te consideras una mujer, si no absolutamente madura, sí lo suficiente como para hacer su propia apología.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Pese a las múltiples fracturas, hay un deseo escondido de cicatrización, de borrar los daños secundarios. Esa memoria que a veces vuelve a dañar el alma y a recordarnos quiénes somos.
Hoy no quiero pasado, preferiría conjugarme en presente indicativo.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Sopa de letras


A punto estaba de que lo reprobaran por no saber leer. Entonces, su madre decidió darle sopa de letras con la esperanza de que el amor por las palabras le entrara por la boca.

lunes, 23 de agosto de 2010

Méx-Ba


Haciendo caso omiso de las reglas, la física, los aviones y cualquier lógica, M abrió la ventana de su recámara con un solo fin. Unas ojeras que simulaban las ués de su infancia le recordaron las tres horas de plática virtual de ayer. ¿Valía la pena?
          La escena se repite con todo y gerundio: Haciendo caso omiso de las reglas, la física, los aviones y cualquier lógica posible, M abrió la ventana de su recámara con la idea de caer. No tenía miedo porque sabía que en el hemisferio sur habría una ventana abierta.
          Entonces sonrío porque las pláticas virtuales con N ya no tendrían cabida; ahora podrían estar descalzos en el parque mirando a la gente pasar o incluso cambiar de escenario e ir en sentido contrario de la gravedad, pasando de lado la física para caer justo a la mitad del continente, en aquella ventana. De esa formar M lo llevaría hacia senderos inexplorados, una locura que en su país era cotidiana y en otros se miraba como exotismo puro.
          Parecía sencillo, pero M no contaba con que N sufría de vértigo; le aterraba el abismo. Imposible mirar las nubes desde un avión, los coches desde un puente, imposible ir más allá con una mujer porque entonces se sentía abismado y llegaba el insomnio, el mal humor.
          Para su fortuna las charlas virtuales facilitaron su vida, dándole una especie de fuerza ante las primeras reacciones de las chicas y distanciándolo de cualquier dejo abismal. N seguía las reglas de la física y la lógica; sus ventanas podían permanecer cerradas; los saltos de sur a norte o en su defecto, las caídas de norte a sur simplemente no figuraban dentro de sus actividades. En realidad su pantalla de 15 pulgadas le proporcionaba cada noche comodidad absoluta, un reencuentro con N, siete años después.

jueves, 12 de agosto de 2010






Perdió el piso paulatinamente, entonces los techos se convirtieron en su mejor refugio. Luego llegarían los impulsos suicidas.

sábado, 17 de julio de 2010

Tres mujeres


I
Salen de la casa, la toma de la mano, van al parque; el columpio la acerca a las nubes y él no deja de sonreírle. Tampoco deja de sonreírle a la mujer con la cual sale desde hace unos meses, sin embargo la sonrisa se borra cuando discute con su ex mujer.
          La lleva a pasear, le compra unos tenis, un helado de chocolate, se le cae en el vestido, pero no importa, se ríen y Eduardo la carga y la protege entre sus brazos de tronco maduro. Y le presta sus brazos a la mujer después de hacer el amor, luego recibe una llamada que lo levanta de la cama, entonces discute con la ex mujer: son mis asuntos, no tengo porque darte santo y seña de mi vida privada. Cuelga y regresa pensativo, mientras la mujer se pregunta cómo chingados reaccionar.
          A la mañana siguiente se despiden después de beber un té rojo. Ella a su casa, él al trabajo. Ella a no intentar imaginar historias que aún ignora si sucederán; él a hacer cuentas y a pensar que mañana tiene que recoger a su hija en la casa de la ex mujer. Ella se llama Sofía. Mariana, la ex mujer, Emilia, la hija.

II
La dinámica con Sofía es sana: cena-caminata, caminata- cena, cena-cine, cine-casa, charla-cena, miradas-sonrisas, bici-bici, miradas-pudores, palabras-palabras con eco, risas-risas, mota-mezcal, miradas profundas-sonrisas con arruguitas, música-música, cena-casa, casa-cama, cama-cuerpos, sudores-olores, cuerpos-sueños, sueños-mosquitos, mosquitos-insomnio, insomnio-incertidumbre. Incertidumbre-ellos.
          La dinámica con su ex mujer es compleja. Acuerdos-desacuerdos, reclamos-conciliaciones, horarios-disciplina, recuerdos-rencores, chantajes- chantajes, vínculos-separaciones, huevos-ovarios, pocos huevos-ovarios, perra-cachorro.
          La dinámica con Emilia es lúdica. Despertar-despertar en la cama de su papá, jugar-jugar, desayunar-ensuciar, seguir jugando-seguir jugando, ir al parque-ir al centro comercial, preguntar-preguntar, contar cuentos-arrullar, arrullar-contemplar, contemplar-contemplar, maravillarse-descubrir.

III
Son las 12:00 am. Los mezcales se evaporan. Los labios se tocan y apenas lo hacen, Sofía siente que una fuente emana de su cuerpo y Eduardo que comienza a germinar vida. Entonces llega el abrazo y la lengua y los besos por entero; los rincones, los placeres, las bocas abiertas, los brazos que reciben, los suspiros, los gemidos, los lamentos.
          Recuerda los pies de la ex mujer cuando ve los de ella, aunque difieran. A Eduardo le gustaba sostenerlos y mirarlos, luego los besaba y los devolvía a su sitio. No hay más, sólo algunos detalles que intenta afanosamente revivir.
          Emilia llora en la mitad de la noche. Eduardo la alcanza a oír en su cuarta bocanada, entonces la carga, la mece entre sus brazos, le dice que no sienta miedo, que va estar bien. Sin embargo él es el primero en sentir miedo, el miedo de estremecerse frente a otra mujer. Emilia se apacigua después del cuento de la princesa y entonces se duerme en los brazos de su papá.

IV
Sofía teme que la abandonen en medio del mar. Mariana teme perder el control, Emilia le teme a la oscuridad, Eduardo teme volver a sentir. Sofía teme el sí y el no; Mariana teme no poder armar el rompecabezas del hombre que alguna vez amó; Emilia, que su papá muera, Eduardo, actuar sin el deber ser. Sofía teme no ser amada, Mariana que la dejen de idolatrar, Emilia, al monstruo del armario, Eduardo teme que sus ideas de familia feliz se esfumen.

V
Nadie me verá llorar, dice Sofía con el libro de Cristina Rivera Garza entre el pecho, nadie, oíganlo bien. Yo no voy a sufrir por un cabrón, óyeme bien, sí, tú. Mi corazón se estremeció, pero no se apendejó, está bien pese al ligero soplo, pese a las palpitaciones, a la sonrisa interrumpida. Y ¿sabes qué? Tú te lo pierdes, no soy una perra, pero tampoco un cachorro. Me llamo Sofía y nadie me verá llorar. 
          Azota la puerta del auto, se mete a su casa, golpea unos cojines y grita maldiciendo por la estancia de su casa. Eduardo baja del auto y camina entre los árboles húmedos que mojan su rostro de por sí ya empapado de lágrimas. Camina obnubilado, demasiada mota mezclada con una extrema confusión de sentimientos; mezclar no es bueno, lo dicen los anuncios.

VI
Han pasado los días y los espacios, antes relativamente llenos, comienzan a vaciarse, sin embargo el extrañamiento es inevitable. Llegan viñetas en colores vivos donde Eduardo y Sofía ríen tumbados al sol. Ella intenta borrarlo de su disco duro, pero el delete no es permanente. A veces lo busca en la promiscuidad de internet, esperando señales de vida, otras lo odia y se felicita por no haber lidiado con tibiezas, aunque otras más, despierta de noche pensando que está a su lado. Eduardo no dice gran cosa, sin embargo le ha quedado el sentimiento de “la cagué.”


VII
Es diferente. No es la mano de Emilia, es la de Mariana la que él toma y no suelta en el parque mientras columpian a la niña, la única que sonríe, por cierto. Ellos ignoran que las sonrisas forzadas terminan por arrugar el ceño, pese a ello luchan por estar.
          Cuando se acerca la hora de dormir hace frío y como dos espectros tratan de darse vida, recreando lo que sintieron por primera vez al hacer el amor. El terapeuta dice que es normal tras una larga separación, entonces les deja ejercicios y dinámicas; ellos se miran y su reflejo es el de una grieta que irremediablemente crecerá hasta dejarlos a cada uno en un extremo, sin embargo prefieren evitar el tema. Eduardo se aferra al “continuará” (en el fondo odia las segundas partes).
Sofía no ha vuelto a las andadas. Sale de noche, pero regresa sola a su cama, por convicción. A veces demasiadas endorfinas, otras una astenia posprimaveral le juega malas pasadas, así su vida.

VIII
Las letras de la pantalla hacen olas chiquitas y grandes, lo cual significa que los ojos de Sofía están agotados. Eduardo está aburrido de mirar cada segundo su blackberrie. Ambos saldrán a caminar para distraerse, andarán por el mismo sendero, aunque no lo intuyan.
          Ella caminará flotando, pensará en los por qués y en que las mejores historias de amor son las cortas. Las jacarandas se alzarán como nubes moradas.
          Eduardo recordará las lecciones de botánica con Sofía y pensará que las jacarandas son alucinantes sin droga alguna, tomará fotos con su teléfono. Sofía recordará también las lecciones de botánica y a ellos sorprendidos ante las texturas de las plantas mientras el ácido inundaba sus cuerpos.
          El camellón será una alfombra morada con azul que se abrirá a manera de pasillo por donde sólo circularán ellos. Los autos enmudecerán y la gente desaparecerá sin más. Ambos percibirán el ambiente y seguirán caminando sin un fin, quizá hacia su propio centro. Probablemente se encontrarán en un punto, se mirarán a lo lejos y no sabrán cómo reaccionar, quizá se seguirán de frente, quizá se sonreirán. Quizá terminarán abrazados varios minutos debajo de las nubes moradas. No tienen planes, ignoran lo que sucederá.



miércoles, 16 de junio de 2010

Te

La palabra "extraño" cambió de intención cuando la acompañó de un "te".

lunes, 7 de junio de 2010

Paraíso




Siempre he sido gordo. ¿O debo decir fui? Ocupar un lugar en el mundo ha sido el fin único del hombre. Para mí ocupar un lugar ha significado dolor, aquí, en esta tierra que llaman Satélite, en el municipio de Naucalpan, en el Estado de México o mejor dicho en el Establo de México. Satélite queda después del Toreo, donde el aire da vuelta y donde según la Güera Rodríguez todo es Cuautitlán.
Aquí la vida o mi vida no ha sido fácil. Nací por accidente, estoy seguro. Mi habitación (antes el cuarto de tele) tuvo que acondicionarse para recibirme. Así que el aparato se fue a la cocina y yo decidí que en la cocina la pasaba más a gusto que en mi propio espacio. Estaba destinada para mí. Los gansitos congelados, los chicharrones con salsa, las congeladas, las palomitas con mantequilla, los tin larines y los churros con cajeta me hicieron olvidar la lentitud de la vida sateluca, que dicho sea de paso, contaba con áreas verdes ideales para jugar futbol, quemados o escondidas. Por evidentes razones jamás sobresalí en juegos que tuvieran relación con la actividad física. Aunque papá siempre me presionó para que jugara futbol americano, su deporte favorito. Fui obligado a jugar cada domingo con los Perros Negros, sacrificando mis fines de semana y los domingos de Chabelo. Casi siempre me mandaban a la banca. El entrenador no se atrevía a decirme que era malísimo. En cambio papá decía frente a mis cuatro hermanos que no me dejaban jugar por mariquita. Y por gordo. Nunca le gustó que jugara en las casitas del árbol, tan comunes en Satélite. Esas casitas fueron mi refugio, mi segunda casa. Digo mi segunda casa porque odiaba cuando mis padres discutían y al minuto fingían felicidad. La familia González era el modelo de varias familias de la cuadra. Pero en realidad éramos un cuadro patético, como uno de esos anuncios de Corn Flakes donde la familia desayuna mientras platican sus asuntos. Mierda. 
Conocí a Carmen en Satélite. Para ser exactos, en Mariano Azuela, justo en Circuito Novelistas, en una de esas fiestas que se organizaban cada fin de semana. La situación en las colonias de Satélite es particular. Sé que la gente que viene de la ciudad se pierde entre los circuitos, donde lo único que se mira son casas con garage, o a hombres en autos recién lavados, o a pubertos tapando su inseguridad con estéreos y autos achaparrados. Perderse en Satélite puede significar al menos media hora de vueltas, perderse en Lomas Verdes, 15 minutos de subidas y bajadas, perderse en Cuautitlán, 40 minutos lidiando con trailers y peseras. Para la gente del DF Satélite es un verdadero infierno. Para mí, que he vivido ahí 28 años, un paraíso. Aquí tengo lo que quiero: tintorería, paleterías, antros, centros comerciales, Divertido, el boliche, escuelas, universidades y unos vecinos capaces de cumplir la función de tíos o incluso de padres. Pero yo estaba hablando de Carmen.
Conocí a Carmen en la cocina, junto a la mesa y a las botellas de ron y refresco, junto al plato vacío de salchichas con limón y salsa inglesa, el dip y los sabritones.  Estoy convencido de que en las cocinas se toman decisiones que marcan las vidas, se dan las buenas y las malas noticias. Allí me dijeron que mi padre había muerto de una embolia, allí también me enamoré de Carmen y de sus ojos verdes.
Sentada en la silla principal era dueña del paisaje. Eso me gustó. Esta vez mis casi 100 kilos no fueron un obstáculo para acercarme. Entre papas y cuadritos de queso manchego hablamos sin darnos cuenta siquiera de la pelea que se armaba en la sala.
Mañana, pasado mañana, un mes después y otro, Carmen y yo no dejamos de vernos. Éramos dos gordos caminando con orgullo en Plaza Satélite.  En ese centro comercial nuestra vida y la de los otros se iba cada sábado o domingo. El cine, las tiendas, los helados y los restaurantes ocupaban nuestro espacio. Plaza Satélite era y es aún la plaza del pueblo, donde además de dar la vuelta y poner los ojos frente a un escaparate se va a ligar. Después irrumpiría el paisaje de Mundo E, una plaza exageradamente grande y vulgar, donde además, los arquitectos pensaron que un techo imitando la bóveda celeste podría crear la ilusión de estar al aire libre. El centro entre semana y Calcuta los fines de semana, Mundo E vomita gente que viene de Tlalnepantla, Santa Mónica, Atizapán, Valle Dorado, Lechería, Cuautitlán, Arboledas, Villas de la Hacienda, Bosques del lago y anexas.
Carmen y yo compartíamos el mismo espíritu, nuestra conexión iba más allá de las palabras. Teníamos afinidades, nos gustaban las papas y los burritos, los helados y los tacos de afuera del Wallmart Satélite, los dulces, los elotes de Echegaray y el cine, ir a misa y al Parque Naucalli a caminar, las congeladas de la Zona Azul y el Bazar de Lomas Verdes, lavar nuestros coches, oír música y bailar las lentitas. Reíamos sin saber nuestras razones, nos mirábamos, aunque debo confesar que la profundidad de sus ojos me asustaba, sobre todo cuando hablábamos de asuntos importantes. Cuando le pedí en El Sapo  Cancionero que se casara conmigo,  me miró más profundo que de costumbre, como queriendo indagar mis verdaderas razones. Y mi razón era que la amaba. Ella lo sabía y lloró.
Comenzamos los preparativos de la boda. Carmen soñaba con casarse en la iglesia de Navegantes, yo, con una fiesta en el Centro Cívico, justo en el salón donde fue mi graduación de la preparatoria. Como sucede con la mayoría de las bodas, las mamás comienzan a meter las narices. Mi madre no fue la excepción. Lo primero que dijo fue que Carmen debía bajar 15 kilos para que el vestido le cerrara. Intenté ignorarla, pero sus palabras se quedaron grabadas: es una gordagordagordagorda. En los tres años que llevábamos había sublimado a Carmen, al grado de admirar su figura y de sentir su presencia en cualquier espacio; en sus pasos, mientras respiraba al besarla, cuando lloraba con alguna película, cuando saboreaba una de esas hamburguesas de Fuentes de Satélite, cuando en la cama descubría su cuerpo por primera vez y me asía a sus carnes blancas. Para mi madre fue una situación penosa que a la mitad de la pista, justo cuando bailábamos “One more night”, nuestra canción, el vestido de Carmen tronara de atrás de la cintura. Pera ella, dueña del paisaje, lo solucionó amarrándose a la cintura la chalina de su mamá. Esto me hizo amarla aún más.
A diferencia de mi familia, la de Carmen no finge estabilidad. Sus padres la respetan y la apoyan en sus decisiones. Paradójicamente su mamá es una reconocida nutrióloga de la zona y su papá, dueño de un Blockbuster. Jamás se han entrometido con su figura, ni siquiera Juan, su hermano de 18 años. Situación, creo yo, que le ha dado la suficiente seguridad como para saber lo que hace y por qué lo hace.
Ayer cumplimos dos años de casados, pero siento como si lleváramos toda la vida juntos. Carmen se ha encargado de arreglar nuestro departamento de Lomas Verdes con detalles; flores, toallas bordadas por ella, cojines para los muebles rústicos, cuadros que ella misma ha pintado, un portarretratos de nuestra boda sobre el buró de la recámara, imanes para nuestro refrigerador, que dicho sea de paso, nunca se ha vaciado, es como nuestra segunda casa. Pero lo que más me gusta es cuando prende el incienso y las velas con olor a fresa mientras hacemos el amor y siento la suavidad de las sábanas. Entonces tomo su cintura con mis dos manos para rozarla con mis labios, y ella, tímida, se pega a mis muslos buscando protección. Nuestras figuras se confunden, las carnes se mezclan en la oscuridad; pliegues, sudores, lonjas, celulitis. La cama ondula cada quince días con movimientos oscilatorios, trepidatorios y rechinidos, como los que hacen mis dientes cuando duermo. Carmen dice que se siente flotar, como si las olas del mar la llevaran hasta adentro. Me ha confesado que le da miedo regresar a la tierra cuando terminamos de hacerlo. Yo me conmuevo y tomo uno de sus hombros.
Definitivamente la vida es completa cuando se ama a alguien en el tiempo y en el espacio correctos. Y Satélite lo fue hasta que por convenirme, acepté una oferta de trabajo como gerente de sistemas en una empresa trasnacional ubicada en Tlalpan.
Ahora viviríamos en Avenida Universidad. Sabía que por ahí quedaba CU, un estadio y una sala donde tocan música clásica. Para Carmen significaba otro país, con otro idioma, con costumbres y lugares ajenos; calles y avenidas desconocidas, autos día y noche, cláxones, cero silencio. Nuestro espacio se redujo a tal grado, que tuvimos que vender parte de los muebles del otro departamento, la tele quedó en la sala y el refri en el antecomedor, situación que molestó a Carmen, pero especialmente el hecho de verse obligada a guardar en una caja nuestra foto de casados por falta de lugar.
Carmen cambió. Se sentía desprotegida, añoraba Satélite. Perdida en la ciudad, lloraba casi diario. El sur era árido e inhóspito, una tierra de nadie. No había donde guardar los coches, los sueños eran interrumpidos por el ruido, en la mañana las escuelas irrumpían, los vecinos eran mal encarados, los árboles no crecían como allá y los centros comerciales guardaban cierta frialdad. A veces preferíamos atravesar la ciudad para ir a Plaza Satélite o hacer el súper allá y traernos las cosas.
Comenzó a reclamarme más tiempo juntos.  Y es que con mi nuevo trabajo llegaba a casa a las 10 y escuchaba la misma cantaleta: “Me perdí una hora”, “extraño a mis papás”, “me arden los ojos por la contaminación”, etcétera, etcétera. Lo primero que se me ocurrió fue hacerle un hijo para distraerla y ocuparla. La cama se estremeció durante varios meses sin lograr el cometido. Así que decidimos ver a un médico. Estaba seguro de que Carmen era la del problema, quizá por sus quistes o por ser irregular, o por otra razón. Pero no fue ella. Soy estéril. No puedo tener hijos por culpa del futbol americano, es decir, por culpa de mi papá y su afán por que sobresaliera en ese deporte. No puedo tener hijos porque una vez el balón me cayó en los huevos y me fregó el cuerpo. Jamás seré padre. Carmen no podrá ser mamá. Pero su reacción me sorprendió. No hizo reproches, ni dramas. Me abrazó fuerte y me dijo al oído que no importaba porque nos teníamos el uno al otro, razón suficiente para sentirse feliz. Sin embargo sucedió algo en mi interior. Sí, odiaba hacer cualquier tipo de deporte, pero el haber sido lastimado por él, me llevó a tomar la decisión de inscribirme junto con Carmen al gimnasio que estaba a dos cuadras de la casa. No iba a ser vencido por el deporte. Ella no parecía ilusionada, sino más bien obligada por las circunstancias. Yo la animé diciéndole que quizá el ejercicio podría distraerla. Pero Carmen se resistió y más que un placer, hacer ejercicio fue un suplicio. Para ella no fue una buena señal el haber cambiado nuestra alacena por fibras, cereales, jugos light y hasta Slim Fast. Yo en cambio comencé a disfrutar el ejercicio, incluso llegué a rechazar los tacos dorados que Carmen me hacía. De pronto la comida bañada en aceite, los pastelitos y las frituras me provocaban asco. Carmen se dio cuenta, la descubrí llorando varias veces. Ella terminaría por abandonar el ejercicio y seguir con sus viejos hábitos. Yo continué y a los seis meses comencé a bajar de peso. Dos kilos, seis, diez, quince, veinte. Al año regalé mi ropa y gasté una fortuna en mi nuevo guardarropa. Verme al espejo fue como asistir a una premier. La imagen de mí mismo me asustó, pero también me enloqueció. Empecé a hacer ejercicio en las mañanas luego en las tardes, y después en las mañanas y en las noches. Miré mi cuerpo después de veinte años de no hacerlo. La ligereza de mis movimientos aumentó mi seguridad. Comprendí a las mujeres que anunciaban toallas femeninas cuando se jactaban de su libertad. Carmen no me entendió.
Empezaron las fallas. Éramos dos desconocidos jugando a la casita. Yo delgado, ella gorda. Carmen sintió mi levedad cuando llegábamos a hacer el amor (ahora cada tres semanas), yo, el peso de su cuerpo hundiéndose en el colchón de la cama. Llegué a asustarla en muchas ocasiones, pues ya no escuchaba mis pasos cuando venía del trabajo, decía que era como un fantasma. Yo odiaría el ruido de su cuerpo moviéndose de un lugar a otro, esa figura que no dejaba de estar presente, aunque me encontrara en otra habitación, en el baño o en la cocina.
Nos separamos. Carmen regreso a casa de sus papás. No me dijo adiós, sólo me sonrío y se fue. Me quedé en el departamento, vendí los muebles rústicos y compré de esos que estaban de moda, creo que se llaman minimalistas. También me hice de una caminadora, una bicicleta fija, unas pesas y un estéreo.
Estaba completamente solo. Pero me di cuenta de que las mujeres –en el trabajo, o en el gimnasio, o en la calle- se fijaban en mí. Antes pasaba inadvertido en cualquier espacio a pesar de ser gordo. Por decisión me nombré Fred y dejé atrás a Alfredo. Traté a varias chicas, pero fue María Elena con quien duré más. La conocí en el Meneo, lugar al que mis compañeros de trabajo acudían cada quincena, porque según  ellos, las viejas que van están muy buenas. Yo no estaba acostumbrado a ligar. Carmen fue mi primera novia y mi primera mujer y también mi primera amante. Yo también fui su primer todo. Mis compañeros estaban casados, pero no les importaba llegar a sus casas con aliento a Bacardi ni con olor a sexo entre los dedos. No me creían cuando les contaba que sólo había tenido una mujer. “Estabas de hueva, mano”, me decían.
María Elena tenía el cabello quebradizo y güero al estilo de esos tintes de anuncio, su piel amarillenta era suave y su cuerpo como el de una rumbera. Trabajaba como recepcionista en una empresa de equipos y servicios contra incendio y vivía en La Villa. Más de una vez me perdí para llegar a su casa. Ella no entendía, pensaba que me hacía del rogar y fingía dolores de cabeza para castigarme, o bien, me obligaba a llevarla a visitar a su abuela a rumbos insólitos, o a tocadas de rock y ska, junto con sus amigas, en calles que mis ojos jamás hubieran imaginado que existieran. María Elena no era detallista, pero su cuerpo era mi recompensa. Con ella conocí los hoteles de paso. Me apenaban sus gritos de placer y sus palabras sucias.  Aunque después de hacer el amor, la cama se volvía demasiado grande y las sábanas heladas, prefería no estirar mis piernas fuera de nuestros cuerpos. En mi casa también sucedía; mi cama quemaba de tan fría, y María Elena se quedaba dormida hasta el día siguiente, sin percatarse siquiera de mi presencia.
Supe por mi tío -en realidad mi vecino- que Carmen había vuelto a dar clases en la Maddox. Salía con sus amigas y trataba de divertirse, aunque en el fondo sentía curiosidad por saber de mí. Carmen saldría adelante, era el tipo de mujer que cuando se enfrenta a una tragedia la vence. La seguridad que perdió en el DF desapareció. En Satélite volvió a ser la dueña del paisaje y a robarse la sombra de los árboles. Volvió a mezclarse con la gente en los centros comerciales, regresó a sus tacos al pastor de Los Arcos, a su super y a su cielo azul. A veces me pregunto por ella, especialmente cuando despierto de madrugada pensando que está conmigo. He llegado a sentir terror cuando voy a la cocina a las cuatro de la mañana, tan limpia como si fuera un quirófano donde se preparan licuados y jugos de nopal. Carmen, ¿dónde estás?, ¿dónde encuentro el eco de tu voz?, ¿por qué no puedo sentir otros cuerpos? ¿Quién les robó el alma a las mujeres?

Mi mundo no puede permanecer inmóvil. Carmen ha sido capaz de moverlo con sus abrazos, sus besos, en los paseos, en cada bocado y cuando bailamos las lentitas. Tomo las llaves del auto. Salgo de casa sin mirar atrás. Ignoro a los vecinos mal encarados, al de los jugos de naranja de la esquina, a los edificios y avenidas grises y a las mujeres sin ecos. Vuelvo al origen. Recorro mis lugares y los de ella, termino en Mundo E. Camino y miro al techo. He llegado al cielo. Sólo espero que Carmen pase por aquí.

viernes, 4 de junio de 2010

Hay que escribir

Hace tanto que no entro a mi blog que no me había dado cuenta que tengo cinco seguidores que se toman la molestia de leerme en mi confusa fuente. Y me da gusto. Prefiero ser reconocida de esa manera a intentar una notoriedad abusiva en el cara de libro, que dicho sea de paso, cada día me da más pereza. Chido que me leen, por lo pronto subiré un cuento que se supone harán largometraje, aunque ya lo estoy dudando.

viernes, 2 de abril de 2010

El hombre que se fue sin hacer ruido

Hoy es mi primer noche sola. Apago las luces del departamento y lo único que se escucha es el reloj. Raúl, así se llama mi hombre, ha decidido trabajar de noche porque pagan mejor. No estuve de acuerdo, pero decidí callar para no parecer una esposa posesiva. Traté de comprenderlo. Pero al final me arrepentí, porque en las noches me dan más ganas de hacer el amor. Además la cama es inalcanzable, considerando que soy una mujer de 1.57, considerando también que mis pies tardan en calentarse. Y aunque suene a matrimonio viejo, me he habituado a dormir acompañada; el espacio que tanto anhelaba cuando vivía en casa de mis padres de pronto necesita sentir el peso de alguien más.

Estoy convencida de que en la noche salen los monstruos. Por eso ceno algo ligero, después miro televisión e intento leer el libro que desde hace tres meses no logro terminar. No me concentro. Camino en zig zag por el departamento, me mareo, pero no me cansó. Así que decido irme a la cama. Oigo la tos de tísico del vecino de abajo, los ladridos que vienen de la azotea de enfrente y al vagabundo que busca algún tesoro de entre la porquería. Oigo todo, menos lo de adentro. Quisiera doparme con un Tafil para borrar lo de hoy y lo de mañana.

No dormí. Raúl llegó a las ocho. Ni siquiera lo miré cuando me saludó. No le dirigí la palabra, tampoco quise hacer el amor. Quería castigarlo al menos por una semana.

La siguiente noche repetí sin éxito las mismas actividades. Así que intento dormir. No lo logro, entonces me da por escuchar las manecillas del reloj, también por enumerar los apellidos de mis compañeros de la primaria: Fernández, Cervantes Cuellar, González Pastor, Marín Pochat… Pero un ruido que viene de la puerta de la entrada del departamento invade mis recuerdos.
––¿Quién?––pregunto.
Un puño golpea la puerta; un puño que toca enérgicamente; como si lo estuvieran persiguiendo.
––Tal vez el viento, tal vez el viento––intento convencerme.
––¿Quién?–– vuelvo a preguntar sin obtener respuesta.

Raúl llegó más temprano a la mañana siguiente, se metió a la cama y lo abracé. Me ha dicho que tengo ojeras; qué observador, pienso.
La siguiente noche hice lo mismo que las anteriores. Si supiera tejer podría distraerme, de ser obsesiva estaría trapeando los pisos con Pinol mientras los demás duermen. Pero no. Así que apago la luz de mi recámara. Tocan a mi puerta.
––¿Quién?–– pregunto.

Me responden unos puños ansiosos. No es Fernando, el vecino, porque sus manos son pequeñas y los puños que tocan son de una persona robusta. Me fui a la recámara, cerré la puerta y no dormí.
Raúl fue a recoger unos papeles y llegó ya entrado el mediodía. Yo todavía estaba en la cama. Mis ojeras aumentaban y mis nervios también. Pero no le conté porque se iba a burlar. Sin embargo mi rostro le impresionó.
––¿Por qué cierras la puerta del cuarto?––preguntó.
––No me gusta oír extraños––dije sarcásticamente, sabiendo que Raúl no entendería.

Esa noche cené y esperé a que tocaran, pero nadie llegó.
Al día siguiente hice el amor con Raúl. Por un momento pude olvidarme de los puños. Pero esa noche tocaron y no estaba preparada. Golpeaban con insistencia, lo hacían a pausas, como si tomaran un respiro. El quién volvió a mis labios sin encontrar respuesta.
––Mira pendejo o pendeja, o lo que seas. Ya me tienes harta, te voy a abrir y te vas a ir a la mismísima chingada––dije.

Abrí. Mis ojos permanecieron fijos. Contuve el aliento como si temiera tirar a eso con mi respiración. No lo invité a pasar porque entró sin mi permiso. Se quitó el abrigo y camino a la recámara. Sus pies crujían y sus ojos no tenían expresión, tan hundidos que parecían cavernas, me acordé del Bebé de Rosemary. Sus ropas parecían ser lo único que llevara algún peso, como si lo detuvieran. Me imaginé a esos títeres que se mueven ligeros dentro de sus cuerpos, pero que su vestimenta los mantiene en tierra.
Se apoderó del colchón, justo del lado de Raúl. No se quitó la ropa. Permaneció en la misma posición al menos durante ocho horas. No hacía ruido, así que de pronto olvidé que estaba a mi lado y le di codazos.
Dormí. Dormí sin temor ocho horas justo cuando Raúl llegó y me dio un beso en el cachete. Brinqué sobresaltada, él se río y se acostó junto a mí. Dijo que olía a naftalina, le contesté que estaba loco.
La siguiente noche puse dos tazas en la mesa y preparé ensalada y pasta. Pero cené sola, después me fui a dormir. A las tres los puños tocaron, dije quién mecánicamente, abrí y regresé a la cama, me siguió y se acostó a mi lado. Durmió boca arriba, pero esta vez sus dedos heledos se posaron en mi hombro. Aun así mi sueño fue extraordinariamente relajado.

Pese a la estrechez de la estancia, Raúl no tuvo ojos para mirar la taza que estaba en su lugar de la mesa. Pero la frialdad de mi hombro lo estremeció.
––Eres muy joven para morir, déjame calentarte––dijo Raúl.

Mis ojeras se fueron borrando, dejé de estar taciturna y de mal humor, mis cachetes tenían color. Sin embargo había cierta frialdad en mí que inquietaba a Raúl, cómo explicarlo, yo era la misma; mis detalles, las caricias, las palabras, la sonrisa, el deseo, el anhelo seguían, aunque a veces sentía la necesidad de estar sola, de que Raúl saliera a trabajar. Además la idea de estar con un extraño mientras sale de casa me parece excitante. Tener una doble vida, como Catherine Deneuve en Bella de día, salir al súper en la tarde y no regresar, ir a pasear al perro y encontrarme con el dueño de otro can, hacer una fiesta con mis mejores amigas y ahogarnos en alcohol, ir a cenar con el primero que se me ponga enfrente…

Ha pasado una semana desde que llegó y desde entonces lo espero con impaciencia. Ayer por ejemplo tocó a la puerta casi a las cinco de la mañana. Me he acostumbrado a la comodidad de nuestros silencios. Esa madrugada mi cuerpo tembló al no encontrar su rostro entre la oscuridad. No pude estirar la mano más allá de su almohada. Él no se daba cuenta de mis fantasmas. Boca arriba su cuerpo parecía flotar sobre el agua, bajo el ensueño del olvido.

Raúl abrió la puerta de la casa silenciosmente esperando descubrir el crimen de su mujer. Pero cuando me vio dormir se regañó a sí mismo y pensó en lo estúpido que había sido. Su mujer lo amaba y él también, no había razón para el engaño, aunque sí muchas horas para planearlo. Fernando le hubiera dicho, se hubiera dado cuenta; y ella no podía ser tan descuidada. Ana, perdóname, te quiero, te lo juro, te adoro, un detalle, la comida, los abrazos, los disgustos, la balanza, en la cama, los colores, los orgasmos, la ventana, el cielo, Ana, Ana, Ana. Tengo que ir de nuevo a trabajar, sí, lo siento, es el horario, ya cambiará. ¿Ya quieres que me vaya? ¿Por qué? ¿No me extrañas? ¿Por qué hay una taza en mi lugar? ¿A quién esperas?, ¿dónde lo hacen?, ¿en el cuarto o en estudio? ¿cuándo lo conociste? ¿Por qué no te creo?

Ya son las once y no lo espero. Me pongo a ver televisión, pero mi tolerancia es nula frente a canales nacionales. Prendo el radio, pero detesto que los locutores crean que sus palabras son necesarias. Para llenar vacíos, sólo el silencio. Ya me acostumbré. Raúl no me entiende, dice que he cambiado, que estoy deseosa de que se vaya a trabajar. Una escena de celos después de siete años. Solté una carcajada, se exaltó y se fue.

Toc toc toc, como la primera vez. Conozco esos puños. Abrí y no me dedicó siquiera una mirada, parecía de malas. Fue a la recámara y por primera vez se quitó los zapatos. Dormimos.Sus ojos vacíos me despertaron y me hicieron estremecer; sus labios intentaron hacer una fallida sonrisa.

Raúl llegó directo a la cocina, no me dio beso de los buenos días. Fue a la recámara buscando la evidencia. Y la encontró, según él. Su paranoía lo hizo ver una silueta marcada en la almohada, justo de su lado.
––¿Lo conozco?––preguntó
––No. ¿A quién?––contesté fingiendo demencia.

Aventó la taza de café, luego fue a nuestro cuarto y quitó las sábanas. Verlo mearse en la funda de su almohada me ha provocado un ataque de risa. Aguantándose las ganas de darme una paliza, azotó la puerta de la casa y no regresó. Esa noche dormí completamente sola. No oí los puños, pero tampoco los esperé.

Raúl llegó muy temprano. Reviso su almohada sin encontrar marcas, se desvistió y se acostó en la cama, lo saludé con los ojos medio cerrados, me dijo con una mueca que desde mañana su horario dejaría de ser nocturno. Sonreí y pensé que en las mañanas rara vez me siento sola. Aunque nunca se sabe.


ja

domingo, 7 de febrero de 2010

Tribulaciones de una mujer adulta XII

Ilusamente María pensó que alguno de sus amantes le llamaría, sin embargo el único que le deseó un feliz cumpleaños fue el hombre con el que compartió siete años de su vida.

Tribulaciones de una mujer adulta XI

Desde el primer momento que se acostó con T, supo que jamás le llamaría para ir al cine o a tomar un café. El mundo paralelo de P le puso los pies sobre la tierra y prefirió disfrutar sus encuentros. El afán de N por buscar cariño cada vez que bebía, le hizo comprender que no quería ser ni una dama ni tampoco un perro de compañía. Entonces concluyó que T, P y N eran tan sólo letras aisladas que jamás llegarían a ser parte de su alfabeto.

Tribulaciones de una mujer adulta X

Mi memoria musical comienza a ser como una rocola: guarda canciones de ayer, hoy y siempre.

Tribulaciones de una mujer adulta IX

Cuando comienzan a morirse tus amigos, comienza a morirse también una parte de ti.

Tribulaciones de una mujer adulta VIII

A estas altura de la vida es un piropo cuando te calculan menos años.

Tribulaciones de una mujer adulta VII

Fuimos al cine. Pensé que sería prudente controlar mi libido en la primera cita. La primera y la última porque Antonio jamás volvió a buscarme.

Tribulaciones de una mujer adulta VI

La crema de día, la de la noche, la antiarrugas, la protectora y la hidratante inundan el baño. Tarros pequeños y no tanto, tubos, tubitos se ríen de mí, de mi afán por recuperar mis restos de juventud.

Tribulaciones de una mujer adulta V

Usar o no bikini, el nuevo tema que se agrega a la lista de incomodidades.

Tribulaciones de una mujer adulta IV

Me despertó un zumbido en la cabeza. Con tristeza comprobé que a mi edad tomar cervezas ya no es una buena idea.

Tribulaciones de una mujer adulta III

Mi madre me cuidó de niña, ahora yo cuido a mis hijos. ¿Es un deber ser que ellos me cuiden? Cada vez que veo cómo se reflejan los años en el rostro de mi madre, pienso que de un momento a otro los papeles se intercambiarán. Entonces yo estaré cuidando a una niña, pero sin inocencia.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Tribulaciones de una mujer adulta II

Me puse el bikini después de media hora de pensarlo. Sin embargo mientras caminaba hacia la orilla de la playa, me encontré con la veinteañera. Comparé su maldito vientre plano como pared, con mi pancita, mis piernas flacas con celulitis. Corrí hacia mi toalla y cubrí mi desnudez con una camiseta. Diez minutos más tarde llegó una mujer-ballena mostrando montañas, montes y flacideces. Puso su toalla junto a la mía. Fue entonces cuando me quité la camiseta y lucí mi cuerpo con el orgullo que toda mujer siente cuando sabe que es mejor que otra.

Tribulaciones de una mujer adulta.


Con ropa te puedes ver bien, el problema está cuando te la quitas. Y te miras.

Tribulaciones de una mujer adulta

Con ropa te puedes ver bien, el problema está cuando te la quitas. Y te miras.

domingo, 24 de enero de 2010

viernes, 22 de enero de 2010

La secuencia perfecta


Recuerdo una salida con mi segundo novio a un bar. Íbamos ya rumbo a mi casa cuando mi vejiga comenzó a dar de sí, y como el camino era largo se detuvo en una cantina de mala muerte. Pero cuando salí él ya no estaba allí, sino dentro de una patrulla. Lo detuvieron por orinar en la vía pública. En aquel entonces era una ñoña y cualquier acceso de rebeldía frente a mi madre podría traer consecuencias. Aunque ahora que lo pienso me aterraba el hecho de dar explicaciones, así que decía una sarta de mentiras con tal de salir del paso. Esa noche no fue la excepción: “sigo en la fiesta”, “al rato voy”.

Aquel novio se fue en la patrulla, me veía apenado desde el vidrio de atrás y yo me quedé varada y emputada. Los de la cantina de mala muerte se dieron cuenta y me ofrecieron llevarme. Acepté. En aquel entonces no se oía hablar de feminicidios. Así que me subí con dos patanes que no dejaban de reírse y soltar cuanta barrabasada podían. Llegué sana y salva y sólo obtuve el clásico “por qué tan tarde”, de mi madre.

Así tengo muchas anécdotas. Hoy sucedió algo que ni en escena de película hubiera sido tan perfectamente coordinado. Bajo del taxi, oigo un plop, pero no le hago caso porque pienso que no fui yo o que quizá se cayó mi crema para la boca. Una de mis acompañantes me dice que sonó a celular; busco entre mi bolsa y no lo encuentro. Un microbús se para justo en la esquina donde nos dejaron, el chofer dice: “ahí está”. Mi celular yace bajo las aguas espesas de la coladera. Un hombre vestido de blanco y con los brazos repletos de chinitos de la suerte me dice que le detenga su mercancía y su celular, un barrendero se acerca y presta el recogedor. Entonces el hombre de los chinitos de la suerte abre la coladera y salva mi celular, lo envuelve con una franelita y lo guarda en una bolsa de plástico.

La secuencia duró aproximadamente cinco minutos. Y yo pensé en la suerte y en los personajes que me han ayudado a lo largo de mi vida. Pensé que no estoy sola y que de vez en cuando hay que ponerse flojita y dejarse salvar.
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