domingo, 17 de febrero de 2013

Tras los bigotes

––Dónde estabas–– pregunta Amada casi dormida.
––Eso no es asunto tuyo, chatita linda–– le contesta Ignacio, mientras se quita la camisa empapada en sudor y se mete a la cama con la cabeza dándole vueltas.           
A la mañana siguiente Amada, como cada tercer día, acude a la iglesia a encontrarse con Dios y también con sus amigas. Sin embargo al salir y saludarlas percibe síntomas de lástima, cuchicheos, incluso burla. Ninguna se atreve a mirarla a los ojos, ella no entiende y prefiere cobijarse en su mansión. Una mansión que en realidad guarda secretos entre sus paredes y sus fuentes, secretos de su nacimiento, de los amoríos de don Porfirio, su padre, con su madre, una indígena que jamás volvería a ver.
Ayer se celebró la fiesta a la que ni Amadita ni sus amigas de sociedad fueron invitadas. Sólo había gendarmes cuidando la casona de la colonia Tabacalera y una fila larga de invitados, eran acaudalados mozos.
Adentro varios caballeros lucían sus mejores galas: medias de seda, zapatos de tacón, sombreros, tela de raso, rizos castaños, collares de perlas  y diamantes,  aretes y maquillaje.  El baile comenzó y no hubo más remedio que abrazarse al otro, mirarse a los ojos, tomarse de la cintura con determinación y sentir la picazón de los bigotes en la piel. El ambiente olía a perfume y a alcohol, a cigarrillos y a flores de campo. Adentro de esa mansión se vivían momentos de libertad y desenfado, libres de murmullos y de críticas.  Eso fue hasta la madrugada, justo cuando los gendarmes derribaron las puertas y encontraron a 41 hombres explorándose.
              Formados en fila fueron despojados de sus ropas y encarcelados. Porfirio Díaz decidió enviarlos a Yucatán a realizar trabajos forzados y evitar hablar del asunto. Un hombre había huido por la azotea y finalmente había llegado extenuado a la cama, donde lo esperaba su esposa. Después de aquello, la promesa de don Porfirio de darle la gubernatura en el estado de México se derrumbó. Así que Ignacio de la Torre tuvo que buscar por otros medios un buen puesto.
Amada Díaz sabía quién era Ignacio de la Torre. Conocía sus amoríos con otros hombres. Y callaba porque lo quería, porque eran dos amigos intentando ser marido y mujer, porque pese a todo deseaba un hijo. Sin embargo los frutos de Amadita maduraron y ya no hubo espacio para ello.  Nacho, como le decían, huyó tras los bigotes de Zapata, dejando a Amada huérfana de padre, con dos gatos y después viuda. Arrastrando las deudas de su marido, vendió la mansión y se fue a vivir con su hermana. A partir de entonces estuvo convencida de que en realidad su nombre debió haber sido Dolores, nunca Amada.





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