domingo, 20 de octubre de 2013

Paraíso: de cuento a película




Ayer vi por primera vez Paraíso. Después de la proyección hubo una sesión de preguntas. Aún no terminaba de asimilar la película cuando Mau hizo LA PREGUNTA:

Mau: ¿Qué te pareció la adaptación a cine? ¿Ves muchas diferencias?
Yo: Mmmmm, más o menos. Es que en mi historia la chica es la que sugiere ponerse a dieta y en la película el chico es quién lo sugiere.
Público: ¡Noooooooooooo!
(Risas, muchas carcajadas)

Y no me queda más que reírme de mí misma, de mi lapsus, de los nervios de hablar en público, de que me agarraron en curva y de que tenía pocos segundos para contestar acertadamente.

Ahora podría dar mi respuesta:

Siempre habrá diferencias entre algo escrito y algo visto en cine, lo cual obedece a que es una metáfora. En este caso la primera parte es similar a mi historia, es decir, se pone a los personajes en un contexto, se les muestra como son: amorosos,  compañeros y amigos. Después viene la otra parte, la que la guionista y directora recreó acertadamente. Mi cuento es crudo, pero Mariana Chenillo pudo mostrar lo entrañable de los personajes, su esencia.

Carmen es como yo la imagine, hermosa, tierna, con actitud y fuerza; Alfredo logra la evolución de su personaje. Los dos van en declive cuando su paraíso se vuelve un infierno, desolador, cuando las formas terminan separándolos.

Fue muy emocionante oír las porras de mi novio, de mi familia y de mis amigos en la sala 1 del Cinépolis, como si estuviera en un concurso; también las felicitaciones de conocidos y extraños, las preguntas y las respuestas tergiversadas (por los nervios, aclaro).

En el 2004 nunca pensé que esta película se fuera a concretar. Hoy miro carteles en el centro de Morelia y recuerdo a Pablo, el productor, que desde el día uno se enamoró del cuento y apostó por él. Y yo recuerdo que un día mi querida prima Ana Paula me contó la anécdota de una pareja con sobrepeso. 

Así fue como decidí escribir sobre mi propio paraíso.



√ 

viernes, 19 de julio de 2013

Lo que hay es la luz





La vida no puede permanecer sin marcas, son ellas las que nos determinan a lo largo del camino. Hace casi tres meses a mí me determinó la partida de Gaby, mi querida amiga y comai, quien se fue sorprendida ante los volcanes que se alcanzaban a ver aquella tarde.

Gaby me regaló una lámpara que puse casi inmediatamente después de su partida; Aurelio Asian, el título de un poema que sin querer queriendo reunía lo que en ese momento y hasta ahora siento.

Diario prendo la luz que Gaby me dejó. Eso es lo que hay, lo que queda.

lunes, 17 de junio de 2013

Pies sobre la tierra

Odiaba a sus pies. Tanto que cuando iba a la playa los metía dentro de la arena; las sandalias con los pies desnudos no iban nunca incluidas dentro de su maleta, ni en tiempo de calor.  Ana se había acostumbrado a no mirar sus pies, sabía que tenía que tallarlos y cortarles las uñas de vez en cuando, también ponerles zapatos o botas antilluvia.
          Llevaba un tiempo sin salir con nadie. El chico que hacía ejercicio en el camellón la había mirado varias veces sin atreverse a hacerle plática. Hasta que por fin lo hizo. Hablaron durante más de cuatro horas en su primera cita, quedaron de verse al día siguiente y al siguiente.
          Los problemas comenzaron cuando Juan, que así se llamaba el chico, cierta noche quiso besar sus pies, entonces le quitó los calcetines, pero Ana le dio una bofetada que lo mandó al suelo. Resultó que Juan tenía una fijación con los pies femeninos y todas sus mujeres se habían acoplado a sus costumbres y a su podofilia. Para él los pies eran la base de la vida, mientras que para Ana, simplemente un artículo de primera necesidad. Juan quedó desconcertado, pero esperaría a la primera oportunidad para tratar el tema de su filia y del rechazo de su mujer. 
          Un día Ana y Juan fueron a una boda, de esas a las que uno está obligado a ir por compromiso. Se dedicaron a probar cuanto bocadillo pasaban en la mesa y a beber sin mesura. Después de mezclar vino y ron se pararon a bailar cumbia y salsa, se movieron como dos expertos, los invitados los veían con admiración. Sin embargo en una rumba con doble vuelta incluida, Ana perdió la tapa de su zapato y cayó al suelo con las piernas abiertas. No se podía mover, le quitaron los zapatos y ella perdidamente borracha no se percató. Así fue como Juan descubrió que su mujer había nacido en lo más profundo del mar, sus pies así lo indicaban.

sábado, 20 de abril de 2013

Miss Cuitláhuac

Varias fotografías cuelgan de las paredes: Sara posando con las olas del mar golpeando detrás de ella; Sara en un mirador con un vestido a la rodilla; Sara saludando; Sara con rostro de sorpresa a punto de llorar; Sara con su corona.
          Su reinado como Miss Cuitláhuac duró algunos meses pues su novio, después esposo, le prohibió volver a pensar en esas frivolidades. Así que Sara se retiró para instalarse en el amor. Sin embargo el amor le duró algunos años pues su esposo se fue tras otras caderas. Fue así que Sara se quedó sola con Eduardo, su pequeño.
          Llevaba mucho tiempo sin trabajar. Se había dedicado de lleno al hogar y a hacer pasteles de dos pisos para su hijo y marido cada vez que cumplían años. Sara reunió tantas recetas como kilos. Sus brazos se habían rellenado de tal forma que era imposible señalar la luna con ellos; las nalgas se habían vuelto dos gelatinas a medio cuajar con cráteres celulíticos. Sus ojos, cada vez más pequeños, habían sido devorados por los cachetes. Sin embargo su rostro seguía conservando la ingenuidad que alguna vez hechizó a su ex marido y a los jueces de Miss Cuitláhuac. Sara se había abandonado: sus ventanas se estaban cayendo, sus puertas rechinaban, sus cortinas se iban percudiendo, sus tazas estaban despostilladas, sus pisos manchados, sus tuberías con principios de óxido.  Era demasiado peso el que cargaba.  Cuando fue Miss Cuitláhuac sus razones de peso eran lucir su belleza, ser alguien en la vida y ocupar el trono que le correspondía. Sara creía en el amor de las telenovelas, en las frases cursis de los hombres y en las baladas. Como muchas mujeres soñaba que el príncipe redentor llegaría a su vida a rescatarla de los sapos y de las brujas envidiosas.
          Inició la venta de pasteles para mantener a Eduardo, pero no era suficiente. Uno de sus clientes, un hombre de unos sesenta años, solterón y con dientes amarillos de tanto fumar, comenzó a cortejarla y a querer estar entre sus carnes. Sara no lo pensó y se dejó hacer. El hombre navegó entre metros de piel y exploró lo que seguía después del ombligo. Tardó varios minutos en encontrar ese centro jugoso que había permanecido intacto durante varios años. Así fue como cada semana don Casimiro y Sara se veían (previo pago por sus servicios).
          Las bondades del cuerpo de Sara se propagaron por el barrio. Adolescentes, jóvenes, adultos y octagenarios tocaban a su puerta. Se rumoraba que Sara poseía una caverna de donde muchos no querían salir pues experimentaban una sensación de paz y serenidad en ese cuerpo voluminoso que daba calor cuando el frío engarrotaba los pies.
          Eduardo creció y se fue. Sara continuó haciendo pasteles para dárselos a sus clientes. Sucedió que don Casimiro exigió un trato preferencial. Finalmente él la había iniciado en los menesteres mercantiles del cuerpo y como tal merecía una comisión. Sara no estuvo de acuerdo, pero don Casimiro no la escuchó y prefirió pegarle en las nalgas con uno de sus rodillos para amasar. Ella no se defendió,  recordó las palabras de su ex marido cuando la dejó: “Eres una vaca, tu leche no vale nada”.Los días fueron pasando y el odio de Sara hacia don Casimiro era más grande que sus propias caderas. Discutieron, él le pegó, ella le grito; él le grito, ella le pegó por primera vez; él intentó sarandearla; ella sí lo sarandeó; él la insultó; ella también. Como dos perros salvajes comenzaron a morderse, a jalarse los cabellos, a gruñirse, hasta terminar uno abajo del otro en el piso. Don Casimiro se estaba quedando sin aire, pero Sara no podía quitarse porque de tanto golpe se había fracturado la pierna, no podía moverla, así que permaneció impávida ante las súplicas de don Casimiro. En el piso Sara pensaba en su hijo Eduardo, en que odiaba a su ex marido; en que sus pasteles de zanahoria eran los mejores del barrio; en su cuerpo y sus bondades. Don Casimiro emitió la última exhalación entre los dos pechos de Sara y quedó como un mosquito aplastado. Sara no sabía qué hacer. Su celular estaba en la recámara, las ventanas estaban cerradas y los vecinos solían escuchar la música a un volumen incontrolable.
          Habían pasado dos días y ya olía a muerto. Sara intentó moverse, pero sus dimensiones no la dejaron, parecía una cucaracha con el caparazón al revés luchando por quedar en su posición inicial. Le dolía la pierna, se estaba poniendo morada. Sus orines se extendían por el piso (de la caca mejor no dar detalles).
          Quince días después los vecinos llamaron a la policía. La fetidez ya había inundado el edificio.  Cuando abrieron la puerta encontraron una montaña de cuerpos: don Casimiro y Sara encima de él; uno angustiado, la otra serena con los ojos clavados justo en el cuadro de Miss Cuitláhuac, donde está posando con las olas del mar golpeando detrás de ella.

domingo, 17 de febrero de 2013

Tras los bigotes

––Dónde estabas–– pregunta Amada casi dormida.
––Eso no es asunto tuyo, chatita linda–– le contesta Ignacio, mientras se quita la camisa empapada en sudor y se mete a la cama con la cabeza dándole vueltas.           
A la mañana siguiente Amada, como cada tercer día, acude a la iglesia a encontrarse con Dios y también con sus amigas. Sin embargo al salir y saludarlas percibe síntomas de lástima, cuchicheos, incluso burla. Ninguna se atreve a mirarla a los ojos, ella no entiende y prefiere cobijarse en su mansión. Una mansión que en realidad guarda secretos entre sus paredes y sus fuentes, secretos de su nacimiento, de los amoríos de don Porfirio, su padre, con su madre, una indígena que jamás volvería a ver.
Ayer se celebró la fiesta a la que ni Amadita ni sus amigas de sociedad fueron invitadas. Sólo había gendarmes cuidando la casona de la colonia Tabacalera y una fila larga de invitados, eran acaudalados mozos.
Adentro varios caballeros lucían sus mejores galas: medias de seda, zapatos de tacón, sombreros, tela de raso, rizos castaños, collares de perlas  y diamantes,  aretes y maquillaje.  El baile comenzó y no hubo más remedio que abrazarse al otro, mirarse a los ojos, tomarse de la cintura con determinación y sentir la picazón de los bigotes en la piel. El ambiente olía a perfume y a alcohol, a cigarrillos y a flores de campo. Adentro de esa mansión se vivían momentos de libertad y desenfado, libres de murmullos y de críticas.  Eso fue hasta la madrugada, justo cuando los gendarmes derribaron las puertas y encontraron a 41 hombres explorándose.
              Formados en fila fueron despojados de sus ropas y encarcelados. Porfirio Díaz decidió enviarlos a Yucatán a realizar trabajos forzados y evitar hablar del asunto. Un hombre había huido por la azotea y finalmente había llegado extenuado a la cama, donde lo esperaba su esposa. Después de aquello, la promesa de don Porfirio de darle la gubernatura en el estado de México se derrumbó. Así que Ignacio de la Torre tuvo que buscar por otros medios un buen puesto.
Amada Díaz sabía quién era Ignacio de la Torre. Conocía sus amoríos con otros hombres. Y callaba porque lo quería, porque eran dos amigos intentando ser marido y mujer, porque pese a todo deseaba un hijo. Sin embargo los frutos de Amadita maduraron y ya no hubo espacio para ello.  Nacho, como le decían, huyó tras los bigotes de Zapata, dejando a Amada huérfana de padre, con dos gatos y después viuda. Arrastrando las deudas de su marido, vendió la mansión y se fue a vivir con su hermana. A partir de entonces estuvo convencida de que en realidad su nombre debió haber sido Dolores, nunca Amada.





viernes, 18 de enero de 2013

Manuel de la Vega se jubila


Llevaba casi cuarenta años trabajando en el mismo lugar. Conocía cada movimiento de la empresa; los tics de ciertos compañeros, la histeria de las secretarias cada vez que temblaba; las remodelaciones, las políticas empresariales; los días laborables; los discursos de los directores; los chismes de oficina y las rutas para llegar más rápido desde distintos puntos de la ciudad. Manuel de la Vega, licenciado en Administración de Empresas y director de Asuntos Corporativos, gozaba de muy buena estima. Tenía fama de caballero, era generoso y dedicado. Sabía cómo tratar al personal. Era exigente, pero también comprensivo. Llevaba varios reconocimientos de antigüedad y de exitosa trayectoria a cuestas. Era una figura suprema y admirada.
A esto habría que agregarle una familia unida donde los momentos más felices e íntimos ocurrían en la cocina, entre la sopa de letras y la gelatina de anís. Manuel de la Vega era el esposo envidiado por varias amigas de la señora Elisa Quijano.  Padre de cuatro hijos instruidos con valores y ética, sus chicos no tenían la menor  educación sexual, pero sí ganas de triunfar en esta vida. Y eso era lo que importaba, lo demás lo irían aprendiendo. Los números de la revista de Selecciones The Reader`s Digest estaban apiladas en el baño para que sus muchachos tomaran decisiones inspirándose en las historias de vida o quizá alguna lección de la “La risa, remedio infalible”.
*
La primera vez que sucedió, la secretaria de Manuel de la Vega pensó que había escuchado mal, pero a los quince días volvió a oír una voz que susurraba: “mamita, qué buena estás”. Se guardó sus sentimientos y pensó que era producto de su imaginación.
               Lo mismo pasó en la junta anual. Casi a punto de terminar se escuchó la voz diciendo: “pero qué bárbaros, qué bola de pendejadas están diciendo, ¡si serán tarugos!” Los integrantes de la junta se voltearon a ver sin saber cómo reaccionar, mientras Manuel de la Vega se carcajeaba como si le hubieran contado el mejor chiste de su vida. No se comentó el tema, aunque los rostros descontrolados fueron evidentes.
En su casa Manuel de la Vega también desconcertó a la familia cuando en medio del desayuno se levantó de la mesa para decir: “qué hueva me dan. Si de menos desayunáramos chilaquiles en vez de cerealitos con caras felices, otro gallo cantaría”.  El silencio coincidió con la última canción de Rafael. La señora Quijano estuvo a punto del desmayo, los hijos, sorprendidos no sabían qué decir.  Sin embargo, la gota que derramó el vaso fue ver a Elisa Quijano llorar desconsoladamente cuando su esposo le dijo que con o sin mascarilla de aguacate era el monstruo de la laguna verde. 
Así, Manuel de la Vega, el hombre entero y más respetado tanto en el ámbito personal como profesional, se transformó en un Mr. Hyde. Sulam, la empresa que lo había albergado durante varios ayeres, lo despidió un día de primavera. Los doctores no pudieron determinar con exactitud la enfermedad que sufría. Le hicieron estudios y no hubo irregularidades. “Quizá le falte litio o sea demencia senil”, decían, aunque en realidad su mente aún estaba en buen estado. “Váyanse todos a la mierda, sigan enriqueciendo a una empresa que no es de ustedes, ¡babosos!”. Así se despidió de sus compañeros.
Elisa Quijano sacó la ropa del armario y de los cajones. No tuvo paciencia con su marido pese a que sus hijos intentaban persuadirla. “Ustedes no duermen con él, no entienden el tipo de monstruo que es”, decía con lágrimas alrededor del rostro. Manuel de la Vega se largó de la casa no sin antes decir unas palabras: “Querida y rancia familia. Estoy cansado de tanta hipocresía, estoy cansado de las fotos familiares cada 31 de diciembre. No me gusta el tenis, ni los compadres que dan golpecitos en mis hombros como si fuera un perro. Sigan fingiendo que son felices. Yo me rebelo para ser como me plazca”. Así, Manuel de la Vega dejó tras de sí a una mujer y a cuatro hijos solterones en la cocina frente a un plato de cereal mezclado con lágrimas.
             Hoy Manuel de la Vega vive en las calles. Abandonó las corbatas y sustituyó el cabello corto por una melena estilo Beethoven. Sentado en una banca se dirige a cuanta mujer ve y les dice guarradas: “qué lindo culito, qué bonitos meloncitos, mamita chula”. Las mujeres ya ni se inmutan. Tampoco los empleados que caminan a las seis de la tarde y escuchan una voz grave diciéndoles: “cómprate una vida, mano, se ve que no eres feliz en tu chamba, búscale, ¡güey!”
Las amigas de Elisa Quijano dejaron de envidiarla. Los hijos de Manuel de la Vega dicen que su padre murió. Elisa Quijano aún no lo ha matado. Varias noches se le ha visto llevarle comida y ejemplares de Selecciones aprovechando el silencio de don Manuel, justo como antes, cuando dormían en paz. Y sucede que al despertar lo primero que ve son los panes envueltos como regalos de navidad en el papel de aluminio y las croquetas de atún haciendo una figura en forma de flor.  “El monstruo de la laguna verde estuvo aquí”, comienza a hablar y a hablar, “¿usted la conoce?”, se dirige a una mujer.







 

Powered By Blogger