sábado, 20 de abril de 2013

Miss Cuitláhuac

Varias fotografías cuelgan de las paredes: Sara posando con las olas del mar golpeando detrás de ella; Sara en un mirador con un vestido a la rodilla; Sara saludando; Sara con rostro de sorpresa a punto de llorar; Sara con su corona.
          Su reinado como Miss Cuitláhuac duró algunos meses pues su novio, después esposo, le prohibió volver a pensar en esas frivolidades. Así que Sara se retiró para instalarse en el amor. Sin embargo el amor le duró algunos años pues su esposo se fue tras otras caderas. Fue así que Sara se quedó sola con Eduardo, su pequeño.
          Llevaba mucho tiempo sin trabajar. Se había dedicado de lleno al hogar y a hacer pasteles de dos pisos para su hijo y marido cada vez que cumplían años. Sara reunió tantas recetas como kilos. Sus brazos se habían rellenado de tal forma que era imposible señalar la luna con ellos; las nalgas se habían vuelto dos gelatinas a medio cuajar con cráteres celulíticos. Sus ojos, cada vez más pequeños, habían sido devorados por los cachetes. Sin embargo su rostro seguía conservando la ingenuidad que alguna vez hechizó a su ex marido y a los jueces de Miss Cuitláhuac. Sara se había abandonado: sus ventanas se estaban cayendo, sus puertas rechinaban, sus cortinas se iban percudiendo, sus tazas estaban despostilladas, sus pisos manchados, sus tuberías con principios de óxido.  Era demasiado peso el que cargaba.  Cuando fue Miss Cuitláhuac sus razones de peso eran lucir su belleza, ser alguien en la vida y ocupar el trono que le correspondía. Sara creía en el amor de las telenovelas, en las frases cursis de los hombres y en las baladas. Como muchas mujeres soñaba que el príncipe redentor llegaría a su vida a rescatarla de los sapos y de las brujas envidiosas.
          Inició la venta de pasteles para mantener a Eduardo, pero no era suficiente. Uno de sus clientes, un hombre de unos sesenta años, solterón y con dientes amarillos de tanto fumar, comenzó a cortejarla y a querer estar entre sus carnes. Sara no lo pensó y se dejó hacer. El hombre navegó entre metros de piel y exploró lo que seguía después del ombligo. Tardó varios minutos en encontrar ese centro jugoso que había permanecido intacto durante varios años. Así fue como cada semana don Casimiro y Sara se veían (previo pago por sus servicios).
          Las bondades del cuerpo de Sara se propagaron por el barrio. Adolescentes, jóvenes, adultos y octagenarios tocaban a su puerta. Se rumoraba que Sara poseía una caverna de donde muchos no querían salir pues experimentaban una sensación de paz y serenidad en ese cuerpo voluminoso que daba calor cuando el frío engarrotaba los pies.
          Eduardo creció y se fue. Sara continuó haciendo pasteles para dárselos a sus clientes. Sucedió que don Casimiro exigió un trato preferencial. Finalmente él la había iniciado en los menesteres mercantiles del cuerpo y como tal merecía una comisión. Sara no estuvo de acuerdo, pero don Casimiro no la escuchó y prefirió pegarle en las nalgas con uno de sus rodillos para amasar. Ella no se defendió,  recordó las palabras de su ex marido cuando la dejó: “Eres una vaca, tu leche no vale nada”.Los días fueron pasando y el odio de Sara hacia don Casimiro era más grande que sus propias caderas. Discutieron, él le pegó, ella le grito; él le grito, ella le pegó por primera vez; él intentó sarandearla; ella sí lo sarandeó; él la insultó; ella también. Como dos perros salvajes comenzaron a morderse, a jalarse los cabellos, a gruñirse, hasta terminar uno abajo del otro en el piso. Don Casimiro se estaba quedando sin aire, pero Sara no podía quitarse porque de tanto golpe se había fracturado la pierna, no podía moverla, así que permaneció impávida ante las súplicas de don Casimiro. En el piso Sara pensaba en su hijo Eduardo, en que odiaba a su ex marido; en que sus pasteles de zanahoria eran los mejores del barrio; en su cuerpo y sus bondades. Don Casimiro emitió la última exhalación entre los dos pechos de Sara y quedó como un mosquito aplastado. Sara no sabía qué hacer. Su celular estaba en la recámara, las ventanas estaban cerradas y los vecinos solían escuchar la música a un volumen incontrolable.
          Habían pasado dos días y ya olía a muerto. Sara intentó moverse, pero sus dimensiones no la dejaron, parecía una cucaracha con el caparazón al revés luchando por quedar en su posición inicial. Le dolía la pierna, se estaba poniendo morada. Sus orines se extendían por el piso (de la caca mejor no dar detalles).
          Quince días después los vecinos llamaron a la policía. La fetidez ya había inundado el edificio.  Cuando abrieron la puerta encontraron una montaña de cuerpos: don Casimiro y Sara encima de él; uno angustiado, la otra serena con los ojos clavados justo en el cuadro de Miss Cuitláhuac, donde está posando con las olas del mar golpeando detrás de ella.
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