miércoles, 16 de junio de 2010

Te

La palabra "extraño" cambió de intención cuando la acompañó de un "te".

lunes, 7 de junio de 2010

Paraíso




Siempre he sido gordo. ¿O debo decir fui? Ocupar un lugar en el mundo ha sido el fin único del hombre. Para mí ocupar un lugar ha significado dolor, aquí, en esta tierra que llaman Satélite, en el municipio de Naucalpan, en el Estado de México o mejor dicho en el Establo de México. Satélite queda después del Toreo, donde el aire da vuelta y donde según la Güera Rodríguez todo es Cuautitlán.
Aquí la vida o mi vida no ha sido fácil. Nací por accidente, estoy seguro. Mi habitación (antes el cuarto de tele) tuvo que acondicionarse para recibirme. Así que el aparato se fue a la cocina y yo decidí que en la cocina la pasaba más a gusto que en mi propio espacio. Estaba destinada para mí. Los gansitos congelados, los chicharrones con salsa, las congeladas, las palomitas con mantequilla, los tin larines y los churros con cajeta me hicieron olvidar la lentitud de la vida sateluca, que dicho sea de paso, contaba con áreas verdes ideales para jugar futbol, quemados o escondidas. Por evidentes razones jamás sobresalí en juegos que tuvieran relación con la actividad física. Aunque papá siempre me presionó para que jugara futbol americano, su deporte favorito. Fui obligado a jugar cada domingo con los Perros Negros, sacrificando mis fines de semana y los domingos de Chabelo. Casi siempre me mandaban a la banca. El entrenador no se atrevía a decirme que era malísimo. En cambio papá decía frente a mis cuatro hermanos que no me dejaban jugar por mariquita. Y por gordo. Nunca le gustó que jugara en las casitas del árbol, tan comunes en Satélite. Esas casitas fueron mi refugio, mi segunda casa. Digo mi segunda casa porque odiaba cuando mis padres discutían y al minuto fingían felicidad. La familia González era el modelo de varias familias de la cuadra. Pero en realidad éramos un cuadro patético, como uno de esos anuncios de Corn Flakes donde la familia desayuna mientras platican sus asuntos. Mierda. 
Conocí a Carmen en Satélite. Para ser exactos, en Mariano Azuela, justo en Circuito Novelistas, en una de esas fiestas que se organizaban cada fin de semana. La situación en las colonias de Satélite es particular. Sé que la gente que viene de la ciudad se pierde entre los circuitos, donde lo único que se mira son casas con garage, o a hombres en autos recién lavados, o a pubertos tapando su inseguridad con estéreos y autos achaparrados. Perderse en Satélite puede significar al menos media hora de vueltas, perderse en Lomas Verdes, 15 minutos de subidas y bajadas, perderse en Cuautitlán, 40 minutos lidiando con trailers y peseras. Para la gente del DF Satélite es un verdadero infierno. Para mí, que he vivido ahí 28 años, un paraíso. Aquí tengo lo que quiero: tintorería, paleterías, antros, centros comerciales, Divertido, el boliche, escuelas, universidades y unos vecinos capaces de cumplir la función de tíos o incluso de padres. Pero yo estaba hablando de Carmen.
Conocí a Carmen en la cocina, junto a la mesa y a las botellas de ron y refresco, junto al plato vacío de salchichas con limón y salsa inglesa, el dip y los sabritones.  Estoy convencido de que en las cocinas se toman decisiones que marcan las vidas, se dan las buenas y las malas noticias. Allí me dijeron que mi padre había muerto de una embolia, allí también me enamoré de Carmen y de sus ojos verdes.
Sentada en la silla principal era dueña del paisaje. Eso me gustó. Esta vez mis casi 100 kilos no fueron un obstáculo para acercarme. Entre papas y cuadritos de queso manchego hablamos sin darnos cuenta siquiera de la pelea que se armaba en la sala.
Mañana, pasado mañana, un mes después y otro, Carmen y yo no dejamos de vernos. Éramos dos gordos caminando con orgullo en Plaza Satélite.  En ese centro comercial nuestra vida y la de los otros se iba cada sábado o domingo. El cine, las tiendas, los helados y los restaurantes ocupaban nuestro espacio. Plaza Satélite era y es aún la plaza del pueblo, donde además de dar la vuelta y poner los ojos frente a un escaparate se va a ligar. Después irrumpiría el paisaje de Mundo E, una plaza exageradamente grande y vulgar, donde además, los arquitectos pensaron que un techo imitando la bóveda celeste podría crear la ilusión de estar al aire libre. El centro entre semana y Calcuta los fines de semana, Mundo E vomita gente que viene de Tlalnepantla, Santa Mónica, Atizapán, Valle Dorado, Lechería, Cuautitlán, Arboledas, Villas de la Hacienda, Bosques del lago y anexas.
Carmen y yo compartíamos el mismo espíritu, nuestra conexión iba más allá de las palabras. Teníamos afinidades, nos gustaban las papas y los burritos, los helados y los tacos de afuera del Wallmart Satélite, los dulces, los elotes de Echegaray y el cine, ir a misa y al Parque Naucalli a caminar, las congeladas de la Zona Azul y el Bazar de Lomas Verdes, lavar nuestros coches, oír música y bailar las lentitas. Reíamos sin saber nuestras razones, nos mirábamos, aunque debo confesar que la profundidad de sus ojos me asustaba, sobre todo cuando hablábamos de asuntos importantes. Cuando le pedí en El Sapo  Cancionero que se casara conmigo,  me miró más profundo que de costumbre, como queriendo indagar mis verdaderas razones. Y mi razón era que la amaba. Ella lo sabía y lloró.
Comenzamos los preparativos de la boda. Carmen soñaba con casarse en la iglesia de Navegantes, yo, con una fiesta en el Centro Cívico, justo en el salón donde fue mi graduación de la preparatoria. Como sucede con la mayoría de las bodas, las mamás comienzan a meter las narices. Mi madre no fue la excepción. Lo primero que dijo fue que Carmen debía bajar 15 kilos para que el vestido le cerrara. Intenté ignorarla, pero sus palabras se quedaron grabadas: es una gordagordagordagorda. En los tres años que llevábamos había sublimado a Carmen, al grado de admirar su figura y de sentir su presencia en cualquier espacio; en sus pasos, mientras respiraba al besarla, cuando lloraba con alguna película, cuando saboreaba una de esas hamburguesas de Fuentes de Satélite, cuando en la cama descubría su cuerpo por primera vez y me asía a sus carnes blancas. Para mi madre fue una situación penosa que a la mitad de la pista, justo cuando bailábamos “One more night”, nuestra canción, el vestido de Carmen tronara de atrás de la cintura. Pera ella, dueña del paisaje, lo solucionó amarrándose a la cintura la chalina de su mamá. Esto me hizo amarla aún más.
A diferencia de mi familia, la de Carmen no finge estabilidad. Sus padres la respetan y la apoyan en sus decisiones. Paradójicamente su mamá es una reconocida nutrióloga de la zona y su papá, dueño de un Blockbuster. Jamás se han entrometido con su figura, ni siquiera Juan, su hermano de 18 años. Situación, creo yo, que le ha dado la suficiente seguridad como para saber lo que hace y por qué lo hace.
Ayer cumplimos dos años de casados, pero siento como si lleváramos toda la vida juntos. Carmen se ha encargado de arreglar nuestro departamento de Lomas Verdes con detalles; flores, toallas bordadas por ella, cojines para los muebles rústicos, cuadros que ella misma ha pintado, un portarretratos de nuestra boda sobre el buró de la recámara, imanes para nuestro refrigerador, que dicho sea de paso, nunca se ha vaciado, es como nuestra segunda casa. Pero lo que más me gusta es cuando prende el incienso y las velas con olor a fresa mientras hacemos el amor y siento la suavidad de las sábanas. Entonces tomo su cintura con mis dos manos para rozarla con mis labios, y ella, tímida, se pega a mis muslos buscando protección. Nuestras figuras se confunden, las carnes se mezclan en la oscuridad; pliegues, sudores, lonjas, celulitis. La cama ondula cada quince días con movimientos oscilatorios, trepidatorios y rechinidos, como los que hacen mis dientes cuando duermo. Carmen dice que se siente flotar, como si las olas del mar la llevaran hasta adentro. Me ha confesado que le da miedo regresar a la tierra cuando terminamos de hacerlo. Yo me conmuevo y tomo uno de sus hombros.
Definitivamente la vida es completa cuando se ama a alguien en el tiempo y en el espacio correctos. Y Satélite lo fue hasta que por convenirme, acepté una oferta de trabajo como gerente de sistemas en una empresa trasnacional ubicada en Tlalpan.
Ahora viviríamos en Avenida Universidad. Sabía que por ahí quedaba CU, un estadio y una sala donde tocan música clásica. Para Carmen significaba otro país, con otro idioma, con costumbres y lugares ajenos; calles y avenidas desconocidas, autos día y noche, cláxones, cero silencio. Nuestro espacio se redujo a tal grado, que tuvimos que vender parte de los muebles del otro departamento, la tele quedó en la sala y el refri en el antecomedor, situación que molestó a Carmen, pero especialmente el hecho de verse obligada a guardar en una caja nuestra foto de casados por falta de lugar.
Carmen cambió. Se sentía desprotegida, añoraba Satélite. Perdida en la ciudad, lloraba casi diario. El sur era árido e inhóspito, una tierra de nadie. No había donde guardar los coches, los sueños eran interrumpidos por el ruido, en la mañana las escuelas irrumpían, los vecinos eran mal encarados, los árboles no crecían como allá y los centros comerciales guardaban cierta frialdad. A veces preferíamos atravesar la ciudad para ir a Plaza Satélite o hacer el súper allá y traernos las cosas.
Comenzó a reclamarme más tiempo juntos.  Y es que con mi nuevo trabajo llegaba a casa a las 10 y escuchaba la misma cantaleta: “Me perdí una hora”, “extraño a mis papás”, “me arden los ojos por la contaminación”, etcétera, etcétera. Lo primero que se me ocurrió fue hacerle un hijo para distraerla y ocuparla. La cama se estremeció durante varios meses sin lograr el cometido. Así que decidimos ver a un médico. Estaba seguro de que Carmen era la del problema, quizá por sus quistes o por ser irregular, o por otra razón. Pero no fue ella. Soy estéril. No puedo tener hijos por culpa del futbol americano, es decir, por culpa de mi papá y su afán por que sobresaliera en ese deporte. No puedo tener hijos porque una vez el balón me cayó en los huevos y me fregó el cuerpo. Jamás seré padre. Carmen no podrá ser mamá. Pero su reacción me sorprendió. No hizo reproches, ni dramas. Me abrazó fuerte y me dijo al oído que no importaba porque nos teníamos el uno al otro, razón suficiente para sentirse feliz. Sin embargo sucedió algo en mi interior. Sí, odiaba hacer cualquier tipo de deporte, pero el haber sido lastimado por él, me llevó a tomar la decisión de inscribirme junto con Carmen al gimnasio que estaba a dos cuadras de la casa. No iba a ser vencido por el deporte. Ella no parecía ilusionada, sino más bien obligada por las circunstancias. Yo la animé diciéndole que quizá el ejercicio podría distraerla. Pero Carmen se resistió y más que un placer, hacer ejercicio fue un suplicio. Para ella no fue una buena señal el haber cambiado nuestra alacena por fibras, cereales, jugos light y hasta Slim Fast. Yo en cambio comencé a disfrutar el ejercicio, incluso llegué a rechazar los tacos dorados que Carmen me hacía. De pronto la comida bañada en aceite, los pastelitos y las frituras me provocaban asco. Carmen se dio cuenta, la descubrí llorando varias veces. Ella terminaría por abandonar el ejercicio y seguir con sus viejos hábitos. Yo continué y a los seis meses comencé a bajar de peso. Dos kilos, seis, diez, quince, veinte. Al año regalé mi ropa y gasté una fortuna en mi nuevo guardarropa. Verme al espejo fue como asistir a una premier. La imagen de mí mismo me asustó, pero también me enloqueció. Empecé a hacer ejercicio en las mañanas luego en las tardes, y después en las mañanas y en las noches. Miré mi cuerpo después de veinte años de no hacerlo. La ligereza de mis movimientos aumentó mi seguridad. Comprendí a las mujeres que anunciaban toallas femeninas cuando se jactaban de su libertad. Carmen no me entendió.
Empezaron las fallas. Éramos dos desconocidos jugando a la casita. Yo delgado, ella gorda. Carmen sintió mi levedad cuando llegábamos a hacer el amor (ahora cada tres semanas), yo, el peso de su cuerpo hundiéndose en el colchón de la cama. Llegué a asustarla en muchas ocasiones, pues ya no escuchaba mis pasos cuando venía del trabajo, decía que era como un fantasma. Yo odiaría el ruido de su cuerpo moviéndose de un lugar a otro, esa figura que no dejaba de estar presente, aunque me encontrara en otra habitación, en el baño o en la cocina.
Nos separamos. Carmen regreso a casa de sus papás. No me dijo adiós, sólo me sonrío y se fue. Me quedé en el departamento, vendí los muebles rústicos y compré de esos que estaban de moda, creo que se llaman minimalistas. También me hice de una caminadora, una bicicleta fija, unas pesas y un estéreo.
Estaba completamente solo. Pero me di cuenta de que las mujeres –en el trabajo, o en el gimnasio, o en la calle- se fijaban en mí. Antes pasaba inadvertido en cualquier espacio a pesar de ser gordo. Por decisión me nombré Fred y dejé atrás a Alfredo. Traté a varias chicas, pero fue María Elena con quien duré más. La conocí en el Meneo, lugar al que mis compañeros de trabajo acudían cada quincena, porque según  ellos, las viejas que van están muy buenas. Yo no estaba acostumbrado a ligar. Carmen fue mi primera novia y mi primera mujer y también mi primera amante. Yo también fui su primer todo. Mis compañeros estaban casados, pero no les importaba llegar a sus casas con aliento a Bacardi ni con olor a sexo entre los dedos. No me creían cuando les contaba que sólo había tenido una mujer. “Estabas de hueva, mano”, me decían.
María Elena tenía el cabello quebradizo y güero al estilo de esos tintes de anuncio, su piel amarillenta era suave y su cuerpo como el de una rumbera. Trabajaba como recepcionista en una empresa de equipos y servicios contra incendio y vivía en La Villa. Más de una vez me perdí para llegar a su casa. Ella no entendía, pensaba que me hacía del rogar y fingía dolores de cabeza para castigarme, o bien, me obligaba a llevarla a visitar a su abuela a rumbos insólitos, o a tocadas de rock y ska, junto con sus amigas, en calles que mis ojos jamás hubieran imaginado que existieran. María Elena no era detallista, pero su cuerpo era mi recompensa. Con ella conocí los hoteles de paso. Me apenaban sus gritos de placer y sus palabras sucias.  Aunque después de hacer el amor, la cama se volvía demasiado grande y las sábanas heladas, prefería no estirar mis piernas fuera de nuestros cuerpos. En mi casa también sucedía; mi cama quemaba de tan fría, y María Elena se quedaba dormida hasta el día siguiente, sin percatarse siquiera de mi presencia.
Supe por mi tío -en realidad mi vecino- que Carmen había vuelto a dar clases en la Maddox. Salía con sus amigas y trataba de divertirse, aunque en el fondo sentía curiosidad por saber de mí. Carmen saldría adelante, era el tipo de mujer que cuando se enfrenta a una tragedia la vence. La seguridad que perdió en el DF desapareció. En Satélite volvió a ser la dueña del paisaje y a robarse la sombra de los árboles. Volvió a mezclarse con la gente en los centros comerciales, regresó a sus tacos al pastor de Los Arcos, a su super y a su cielo azul. A veces me pregunto por ella, especialmente cuando despierto de madrugada pensando que está conmigo. He llegado a sentir terror cuando voy a la cocina a las cuatro de la mañana, tan limpia como si fuera un quirófano donde se preparan licuados y jugos de nopal. Carmen, ¿dónde estás?, ¿dónde encuentro el eco de tu voz?, ¿por qué no puedo sentir otros cuerpos? ¿Quién les robó el alma a las mujeres?

Mi mundo no puede permanecer inmóvil. Carmen ha sido capaz de moverlo con sus abrazos, sus besos, en los paseos, en cada bocado y cuando bailamos las lentitas. Tomo las llaves del auto. Salgo de casa sin mirar atrás. Ignoro a los vecinos mal encarados, al de los jugos de naranja de la esquina, a los edificios y avenidas grises y a las mujeres sin ecos. Vuelvo al origen. Recorro mis lugares y los de ella, termino en Mundo E. Camino y miro al techo. He llegado al cielo. Sólo espero que Carmen pase por aquí.

viernes, 4 de junio de 2010

Hay que escribir

Hace tanto que no entro a mi blog que no me había dado cuenta que tengo cinco seguidores que se toman la molestia de leerme en mi confusa fuente. Y me da gusto. Prefiero ser reconocida de esa manera a intentar una notoriedad abusiva en el cara de libro, que dicho sea de paso, cada día me da más pereza. Chido que me leen, por lo pronto subiré un cuento que se supone harán largometraje, aunque ya lo estoy dudando.
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