Tenía problemas en el vientre. Su rutina consistía en llevarse al baño su neceser con el cepillo de dientes y el maquillaje. Pero antes debía echar el aire que su cuerpo enjuto guardaba.
Llevaba quince años en aquel corporativo. Durante ese tiempo sólo se apareció cinco veces en el comedor industrial repleto de cientos de empleados que se miraban las caras sin saber siquiera sus nombres. Sol vetó aquel lugar con la ilusa idea de suprimir sus gases, cambiando sus costumbres alimenticias por comida rápida del centro comercial.
Los corporativos son un caso. En las mañanas huelen a flores del campo y en las tardes cloaca, a descomposición de empleados digiriendo las albóndigas, a empleado con el jefe “atorado”, incapaz de vomitarlo o de cagarlo por el temor a ser despedido, a chismes de oficina de hombrecillos que no saben vivir fuera de ella.
Se rumoraba que Sol era la del escándalo en el baño justo a las tres de la tarde, pero nadie podía asegurarlo. La veían tan propia con esas faldas de marca mostrando sus rodillas huesudas, que les costaba trabajo visualizar a esa directora en periodo de descomposición permanente.
En el baño aprendió a ser paciente y a esperar a que saliera la última mujer para poder abrir la puertecilla del escusado y respirar aliviada ante su ametralladora. Afortunadamente en su oficina era libre.
Cierto día se quedó trabajando hasta muy tarde, pues tenía que presentar el informe anual ante el director general y otras personas. Como ya no necesitaba a su asistente la despachó y se quedó sola. Sola y sus gases.
A pesar de las pastillas antiefluvios, éstos no lograban disiparse, sino que iban en aumento. Afortunadamente el piso 2 estaba desierto, incluso el personal de limpieza se había ido. En su escritorio, entre papeles y documentos, Sol, con el botón del pantalón desabrochado, intentaba concentrarse, pero los ruidos de sus entrañas se lo impedían. Uno tras otro, de menor a mayor intensidad, las ventosidades estremecían las ventanas de su oficina.
“Quizá ir al baño, sacar lo que me encabrona, lo que no me parece, gritarlo a pedos, a mierda, sacudir mis entrañas y sentirlas hasta el fondo”, pensaba Sol. Sin embargo al moverse de su escritorio se percató de que sus zapatos no estaban pisando la tierra. Tallando sus ojos como si despertara de un sueño, se dio cuenta de que levitaba conforme los gases salían de su cuerpo. Flotando llegó a la oficina de sus subordinados. Podía mirar sus fotos familiares sobre los corchos, sus post its con recaditos de amor, las tazas con el logotipo de la empresa y las plumas de múltiples formas.
Sol se despreocupó y por primera vez en sus 57 años de vida se dejó ir. Ni siquiera cuando era niña y se columpiaba se soltaba. Solía poner el pie derecho como freno, raspando casi siempre sus zapatos de charol. Lo que más le preocupaba era sentir el estómago hasta arriba, como en la Montaña Rusa y que alguien más la jalara hacia un aterrizaje forzoso, hacia el abismo. En aquel entonces su madre sólo se percataba de que sus zapatos tenían que ser sustituidos cada tres meses por unos nuevos porque a la niña no le duraban.
Es viernes por la mañana. Rosita, la asistente, no se extrañó de ver la computadora prendida, su jefa solía dejarla así. Sol había llegado hasta el lobby del corporativo donde escrutaba la llegada de cada empleado, desde el rincón superior derecho, su nueva ubicación. Veía los escotes, las calvas prematuras de los jóvenes, la caspa de algunas chicas, la gomina pegada al cabello de ciertos empleados, una nueva dimensión.
Cuando el vigilante la descubrió le llamó a los de seguridad para que comenzaran con la operación de rescate, pero ella se negó.
“Flotando la vida es más sencilla. Tuve muchos años los pies en la tierra y ya estoy cansada de raspar los zapatos. Quiero explayarme, sacar lo que nunca me he atrevido. Las flatulencias son parte de mí, me han hecho volar y definitivamente no quiero bajar”, escribió su asistente en un comunicado dictado desde arriba por su jefa y que circuló entre el personal de la empresa.
Hoy son las tres de la tarde, Sol ya es parte del paisaje del corporativo. Las chicas siguen con su rutina de retocarse el maquillaje y sacarse disimuladamente el pedazo de carne atorada que no sale con el cepillo de dientes. Siguen mirándose de reojo en el espejo del baño para ver quién trae los mejores zapatos. Por ahora se acabaron las suposiciones, “habrá que encontrar un nuevo rumor”, piensan sin decirlo.