Gabriela comenzó a tener pesadillas cuando había amenaza de
lluvia y se escuchaban los reclamos del cielo. Al principio sus padres se
quedaban en su recámara hasta que cerrara los ojos, pero podía tardar hasta dos
horas en dormirse. Era necesario
cambiar de táctica, tomando en cuenta que al día siguiente había que ir al
trabajo. Entonces decidieron compartir su lecho con una niña de seis años que
dominada por el miedo, veía monstruos con tentáculos reflejándose tras las
cortinas y oía el sonido del aire pensando que alguien soplaba desde arriba,
desde el cielo.
Sus padres pacientemente le explicaban que la mente también engaña, que los truenos no eran eructos de gigantes, ni las gotas de lluvia dedos tocando el vidrio de las ventanas. Un día, su madre, desesperada, comenzó a inventar una historia que terminó siendo canción para las noches de lluvia y miedo. Una canción que venía de tiempo muy atrás cuando los hombres y las mujeres, temerosos ante los fenómenos naturales, inventaban cantos mientras una llamarada iluminaba sus rostros. En aquel tiempo las mujeres ignoraban porque salían lágrimas de sus ojos cada vez que temblaba o que los rayos incendiaban los bosques. Sucedía que miraban hacia un lado y hacia otro, sentían frío y el corazón les brincaba. Y sus hombres ignoraban cómo reaccionar ante esas conductas; a veces les pegaban, otras sólo las miraban con recelo y otras más las entendían porque en realidad ellos no sabían cómo comportarse ante un trueno o un terremoto.
Una de las mujeres, la más miedosa, comenzó a hacer ruiditos con su voz, sonidos que iban adquiriendo ciertas tonalidades, que la tranquilizaban mientras los árboles se mecían como autistas y la tierra rugía diciéndoles “yo soy la poderosa”. Al principio la ignoraron, pero conforme se repetían los fenómenos naturales, se le unieron y se sentaron en medio del fuego. Esto en la historia sería conocido como cánticos.
Los cánticos relataban historias de batallas entre hombres y truenos, historias donde lograban domar al cielo; otros más ensalzaban a los hombres que habían muerto tras un rayo. Solían quedarse horas cantando hasta que desapareciera el último trueno, aunque a veces quien terminaba desapareciendo era la comunidad entera. En el fondo (o más bien de acuerdo con su instinto) sabían que ellos eran más débiles, que podían morir embestidos por un animal o incluso ahogarse en el río o terminar aplastados por un árbol.
Hoy Gabriela está contenta porque no fue a la escuela y sus papás no han ido a trabajar, así que aprovechan la tarde para ver una película en casa. Acostados los tres en la cama comen palomitas y se ríen del hombre de saco de cuadros que sale de la pantalla. De pronto se interrumpe la película al irse la luz; un crujido sale de la duela del piso; se escuchan gritos y gente que baja las escaleras imitando a una manada.
Los tres se quedan acostados en esa cama-mecedora y se toman de la mano. Gabriela llora, su madre comienza a cantarle una canción, esa que compuso para el miedo; los tres cantan, cierran los ojos y esperan a que pase. Aún falta saber el final de la película.
Sus padres pacientemente le explicaban que la mente también engaña, que los truenos no eran eructos de gigantes, ni las gotas de lluvia dedos tocando el vidrio de las ventanas. Un día, su madre, desesperada, comenzó a inventar una historia que terminó siendo canción para las noches de lluvia y miedo. Una canción que venía de tiempo muy atrás cuando los hombres y las mujeres, temerosos ante los fenómenos naturales, inventaban cantos mientras una llamarada iluminaba sus rostros. En aquel tiempo las mujeres ignoraban porque salían lágrimas de sus ojos cada vez que temblaba o que los rayos incendiaban los bosques. Sucedía que miraban hacia un lado y hacia otro, sentían frío y el corazón les brincaba. Y sus hombres ignoraban cómo reaccionar ante esas conductas; a veces les pegaban, otras sólo las miraban con recelo y otras más las entendían porque en realidad ellos no sabían cómo comportarse ante un trueno o un terremoto.
Una de las mujeres, la más miedosa, comenzó a hacer ruiditos con su voz, sonidos que iban adquiriendo ciertas tonalidades, que la tranquilizaban mientras los árboles se mecían como autistas y la tierra rugía diciéndoles “yo soy la poderosa”. Al principio la ignoraron, pero conforme se repetían los fenómenos naturales, se le unieron y se sentaron en medio del fuego. Esto en la historia sería conocido como cánticos.
Los cánticos relataban historias de batallas entre hombres y truenos, historias donde lograban domar al cielo; otros más ensalzaban a los hombres que habían muerto tras un rayo. Solían quedarse horas cantando hasta que desapareciera el último trueno, aunque a veces quien terminaba desapareciendo era la comunidad entera. En el fondo (o más bien de acuerdo con su instinto) sabían que ellos eran más débiles, que podían morir embestidos por un animal o incluso ahogarse en el río o terminar aplastados por un árbol.
Hoy Gabriela está contenta porque no fue a la escuela y sus papás no han ido a trabajar, así que aprovechan la tarde para ver una película en casa. Acostados los tres en la cama comen palomitas y se ríen del hombre de saco de cuadros que sale de la pantalla. De pronto se interrumpe la película al irse la luz; un crujido sale de la duela del piso; se escuchan gritos y gente que baja las escaleras imitando a una manada.
Los tres se quedan acostados en esa cama-mecedora y se toman de la mano. Gabriela llora, su madre comienza a cantarle una canción, esa que compuso para el miedo; los tres cantan, cierran los ojos y esperan a que pase. Aún falta saber el final de la película.
(Una de mis primeras tareas en el taller de cuento)