––Dónde estabas–– pregunta Amada casi dormida.
––Eso no es asunto tuyo, chatita linda–– le contesta Ignacio, mientras se quita la camisa empapada en
sudor y se mete a la cama con la cabeza dándole vueltas.
A la mañana siguiente Amada, como cada tercer día, acude a la
iglesia a encontrarse con Dios y también con sus amigas. Sin embargo al salir y
saludarlas percibe síntomas de lástima, cuchicheos, incluso burla. Ninguna se
atreve a mirarla a los ojos, ella no entiende y prefiere cobijarse en su
mansión. Una mansión que en realidad guarda secretos entre sus paredes y sus
fuentes, secretos de su nacimiento, de los amoríos de don Porfirio, su padre,
con su madre, una indígena que jamás volvería a ver.
Ayer se celebró la fiesta a la que ni Amadita ni sus amigas de
sociedad fueron invitadas. Sólo había gendarmes cuidando la casona de la
colonia Tabacalera y una fila larga de invitados, eran acaudalados mozos.
Adentro varios caballeros lucían sus mejores galas: medias de
seda, zapatos de tacón, sombreros, tela de raso, rizos castaños, collares de
perlas y diamantes, aretes y maquillaje. El baile comenzó y no hubo más remedio
que abrazarse al otro, mirarse a los ojos, tomarse de la cintura con
determinación y sentir la picazón de los bigotes en la piel. El ambiente olía a
perfume y a alcohol, a cigarrillos y a flores de campo. Adentro de esa mansión se
vivían momentos de libertad y desenfado, libres de murmullos y de críticas. Eso fue hasta la madrugada, justo cuando
los gendarmes derribaron las puertas y encontraron a 41 hombres explorándose.
Formados en fila fueron despojados de sus ropas y
encarcelados. Porfirio Díaz decidió enviarlos a Yucatán a realizar trabajos
forzados y evitar hablar del asunto. Un hombre había huido por la azotea y
finalmente había llegado extenuado a la cama, donde lo esperaba su esposa. Después
de aquello, la promesa de don Porfirio de darle la gubernatura en el estado de México se
derrumbó. Así que Ignacio de la Torre tuvo que buscar por otros medios un buen
puesto.
Amada Díaz sabía quién era Ignacio de la Torre. Conocía sus
amoríos con otros hombres. Y callaba porque lo quería, porque eran dos amigos
intentando ser marido y mujer, porque pese a todo deseaba un hijo. Sin embargo
los frutos de Amadita maduraron y ya no hubo espacio para ello. Nacho, como le decían, huyó tras los bigotes
de Zapata, dejando a Amada huérfana de padre, con dos gatos y después viuda. Arrastrando
las deudas de su marido, vendió la mansión y se fue a vivir con su hermana. A
partir de entonces estuvo convencida de que en realidad su nombre debió haber
sido Dolores, nunca Amada.