Un sábado cualquiera, rumbo a Satélite, fui a ver a mi mamá. Estaba preparada para un recorrido caótico. Le di mis diez pesos a un chofer treintón y de mirada inquisidora tirándole a lo libidinoso, no tenía cambio.
Me esperaba al menos una hora de camino, la solución inmediata: dormir y así fue, hasta que sentí mi rostro hinchado de estar recargado en la ventana.
Amodorrada, estaba a punto de llegar, así que me levanté con los cabellos parados y fui hacia el chofer. Vi que su mirada se había transformado en la de un perro noble, incluso pecaba de transparente cuando me devolvió mi moneda de diez pesos. Le dije que eran dos pesos de cambio, me contestó que así estaba bien. Le pregunté ¿por qué?, no habló, parecía avergonzado. Gracias, le dije y mi mente recreó lo que en realidad había tras su reacción:
La flaquita no está de malos bigotes, me la quiero tirar ahorita, ya, ya, estoy caliente, pero hay muchos niños en el camión, tendrían que bajar todos para llevármela al callejoncito o de regreso en los andenes, tendría que pedir ayuda, seguro gritaría, entonces le acomodaría un cachetadón, pero no sería igual, pero ella no tiene la culpa de mi calentura, noestábiennoestábiennoestábien. Mmmta, qué chingados estoy pensando, ¡carajo! Le debo su cambio, sí sí sí, pero mejor le devuelvo sus diez pesitos y me olvido de ella, me dejo de chingaderas y dejo andar de pinche marrano.
Fue entonces cuando al bajar vi a la anciana estirar la mano, así que sin pensarlo le di el dinero sucio y seguí mi camino.
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