Llevaba casi cuarenta
años trabajando en el mismo lugar. Conocía cada movimiento de la empresa; los
tics de ciertos compañeros, la histeria de las secretarias cada vez que
temblaba; las remodelaciones, las políticas empresariales; los días laborables;
los discursos de los directores; los chismes de oficina y las rutas para llegar
más rápido desde distintos puntos de la ciudad. Manuel de la Vega, licenciado
en Administración de Empresas y director de Asuntos Corporativos, gozaba de muy
buena estima. Tenía fama de caballero, era generoso y dedicado. Sabía cómo
tratar al personal. Era exigente, pero también comprensivo. Llevaba varios
reconocimientos de antigüedad y de exitosa trayectoria a cuestas. Era una figura
suprema y admirada.
A esto habría que agregarle una familia unida donde los
momentos más felices e íntimos ocurrían en la cocina, entre la sopa de letras y
la gelatina de anís. Manuel de la Vega era el esposo envidiado por varias amigas
de la señora Elisa Quijano. Padre
de cuatro hijos instruidos con valores y ética, sus chicos no tenían la
menor educación sexual, pero sí
ganas de triunfar en esta vida. Y eso era lo que importaba, lo demás lo irían
aprendiendo. Los números de la revista de Selecciones
The Reader`s Digest estaban apiladas en el baño para que sus muchachos tomaran decisiones inspirándose en las
historias de vida o quizá alguna lección de la “La risa, remedio infalible”.
*
La primera vez que sucedió, la secretaria de Manuel de la Vega
pensó que había escuchado mal, pero a los quince días volvió a oír una voz que
susurraba: “mamita, qué buena estás”. Se guardó sus sentimientos y pensó que era
producto de su imaginación.
Lo mismo pasó en la junta anual. Casi a punto de terminar se
escuchó la voz diciendo: “pero qué bárbaros, qué bola de pendejadas están
diciendo, ¡si serán tarugos!” Los integrantes de la junta se voltearon a ver
sin saber cómo reaccionar, mientras Manuel de la Vega se carcajeaba como
si le hubieran contado el mejor chiste de su vida. No se comentó el tema,
aunque los rostros descontrolados fueron evidentes.
En su casa Manuel de la Vega también desconcertó a la familia
cuando en medio del desayuno se levantó de la mesa para decir: “qué hueva me
dan. Si de menos desayunáramos chilaquiles en vez de cerealitos con caras
felices, otro gallo cantaría”. El
silencio coincidió con la última canción de Rafael. La señora Quijano estuvo a
punto del desmayo, los hijos, sorprendidos no sabían qué decir. Sin embargo, la gota que derramó el
vaso fue ver a Elisa Quijano llorar desconsoladamente cuando su esposo le dijo
que con o sin mascarilla de aguacate era el monstruo de la laguna verde.
Así, Manuel de la Vega, el hombre entero y más respetado tanto
en el ámbito personal como profesional, se transformó en un Mr. Hyde. Sulam, la
empresa que lo había albergado durante varios ayeres, lo despidió un día de primavera.
Los doctores no pudieron determinar con exactitud la enfermedad que sufría. Le
hicieron estudios y no hubo irregularidades. “Quizá le falte litio o sea
demencia senil”, decían, aunque en realidad su mente aún estaba en buen estado.
“Váyanse todos a la mierda, sigan enriqueciendo a una empresa que no es de
ustedes, ¡babosos!”. Así se despidió de sus compañeros.
Elisa Quijano sacó la ropa del armario y de los cajones. No
tuvo paciencia con su marido pese a que sus hijos intentaban persuadirla.
“Ustedes no duermen con él, no entienden el tipo de monstruo que es”, decía con
lágrimas alrededor del rostro. Manuel de la Vega se largó de la casa no sin
antes decir unas palabras: “Querida y rancia familia. Estoy cansado de tanta
hipocresía, estoy cansado de las fotos familiares cada 31 de diciembre. No me
gusta el tenis, ni los compadres que dan golpecitos en mis hombros como si
fuera un perro. Sigan fingiendo que son felices. Yo me rebelo para ser como me
plazca”. Así, Manuel de la Vega dejó tras de sí a una mujer y a cuatro
hijos solterones en la cocina frente a un plato de cereal mezclado con
lágrimas.
Hoy Manuel de
la Vega vive en las calles. Abandonó las corbatas y sustituyó el cabello corto
por una melena estilo Beethoven.
Sentado en una banca se dirige a cuanta mujer ve y les
dice guarradas: “qué lindo culito, qué bonitos meloncitos, mamita chula”. Las
mujeres ya ni se inmutan. Tampoco los empleados que caminan a las seis de la
tarde y escuchan una voz grave diciéndoles: “cómprate una vida, mano, se ve que
no eres feliz en tu chamba, búscale, ¡güey!”
Las amigas de Elisa Quijano dejaron de envidiarla. Los hijos
de Manuel de la Vega dicen que su padre murió. Elisa Quijano aún no lo ha
matado. Varias noches se le ha visto llevarle comida y ejemplares de Selecciones aprovechando el silencio de
don Manuel, justo como antes, cuando dormían en paz. Y sucede que al despertar lo
primero que ve son los panes envueltos como regalos de navidad en el papel de
aluminio y las croquetas de atún haciendo una figura en forma de flor. “El monstruo de la laguna verde estuvo
aquí”, comienza a hablar y a hablar, “¿usted la conoce?”, se dirige a una
mujer.