I
Habían
peleado en toda la ciudad, sólo les faltaba el Oriente y los confines del
Norte. Clara y Ricardo se conocieron en una panadería. Él escogía conchas y
donas, ella llevaba sólo bolillos. Allí comenzaron sus diferencias.
Salieron durante dos semanas, después se hicieron novios y
luego esposos, pese a todo, pese a que a él le gustaba el futbol y a ella ir a
clases de yoga, pese a que uno prefería el bosque y otro la playa.
Ricardo no confiaba en Clara. Todo lo que hacía le parecía
sospechoso, si estornudaba, si se rascaba la nariz, si tenía una junta en el
trabajo a deshoras, si le hacía pasta, si lo abrazaba, si se ponía falda, si lo
quería más un día. Sin embargo la amaba porque cada vez que ella reía él se
ponía de buen humor y por un momento se olvidaba del mundo. Ricardo amaba a
Clara cuando ella se recargaba en su pecho buscando protección, se enternecía
porque a veces parecía que su mujer escuchaba el mar.
Por su parte Clara llegaba del trabajo a revisar el armario
porque pensaba que su marido algún día iba a desaparecer sin dejar rastro
siquiera de los pelos de su barba, esos que siempre quedaban regados en el
lavabo y que tanto odiaba limpiar. Sin embargo lo amaba cuando sus ojos
intentaban penetrar en los de ella para tratar de explicar lo que no tenía
explicación. Clara amaba a Ricardo cuando sacudía sus emociones y la
confrontaba pacíficamente en búsqueda de respuestas.
Era una especie de montaña rusa lo que ambos experimentaban.
A veces se sentían en la cúspide, pero inevitablemente se tambaleaban hasta
caer primero lentamente, después violentados con una sacudida que les daba
vértigo y les revolvía el estómago. Sin embargo se amaban, lo sabían cada vez
que sus ojos se encontraban.
II
Llevaban de lunes a domingo peleando, casi un mes de dimes y
diretes, de tú fuiste, de yo no fui, de haces todo mal, de vete a la mierda, de
no funcionamos, de ya hay que tronar, de podemos ser amigos, de estamos
lastimándonos, de la cagaste, de no me hables así, hasta terminar siempre acurrucados
bajo las sábanas.
Los dos tenían ojeras pues casi siempre las discusiones eran
durante la noche y se alargaban hasta la madrugada. En el trabajo de Ricardo le
hacían burla pues pensaban que cada noche él y su esposa se desvelaban
copulando para tener un hijo. “Sería el anticristo”, le decía Clara cada vez
que Ricardo le contaba las bromas de sus compañeros. Sin embargo ella no
consideraba descabellada la idea de tener al anticristo y salvarse de ellos
mismos creando a un monstruo para que finalmente los devorara. Fue por eso que le propuso a Ricardo irse de
vacaciones; él estuvo de acuerdo y, pese
a su desprecio por las playas, propuso ir a una, eso sí en un hotel All Inclusive, nada ecológico, odiaba cagar
entre malezas o dormir en hamacas con moscos.
Llegó el día. Se subieron al avión, durmieron los 42 minutos que duró el viaje.
Habían peleado toda la noche. Clara lloró, Ricardo se salió de la casa y llegó
dos horas después con aliento a cerveza. “Te recuerdo que mañana empiezan
nuestras vacaciones”, dijo con voz adormilada. “Ya lo sé”, contestó Ricardo.
El hotel estaba a reventar. Se podía ver a varias personas
vestidas con camiseta anaranjada y cachucha negra en los elevadores, en los
pasillos, en la alberca, en el restaurante y en la playa. Un animador con un megáfono
los motivaba a participar en las actividades organizadas por Zosit, la empresa a
la que pertenecían, con el objetivo de ser mejores empleados. Clara los veía desde su palapa y sentía pena
por ellos, por sus actuaciones para demostrar que tenían la camiseta puesta. En
cambio, Ricardo envidiaba sus actividades deportivas, pues creía que los
alejaba de sus problemas personales. Incluso pensó en hacerse pasar por un
empleado con tal de echarse una cascarita en la playa. Pero no lo hizo.
Permaneció estoico al lado de su mujer, abanicándola con una revista de
chismes, mientras él se tomaba su onceava cerveza.
Llevaban dos días sin pelear. Habían prometido hacer el amor
diario. Incluso Ricardo prometió no quejarse del calor, ni de la arena, ni del
sol, ni de las reservas naturales que iban a conocer en la lanchita que había
rentado para pasear a su mujer y mantenerla contenta. Así fue que a medio día
se prepararon para hacer un recorrido en el mar, empacaron cervezas, botanas y
una cámara. Ricardo dijo que sabía manejar lanchas porque sabía manejar motos.
Poco a poco la playa fue transformándose en un puntito, después se mezcló con
el mar y con el cielo.
–¡Cómo no te gusta! –dijo Clara.
–No está mal, pero prefiero algo con más vida.
–¿Más vida que el mar? –dijo sorprendida Clara.
Ricardo iba a replicarle a su mujer, pero el viento y las
olas de mar se entrometieron en la charla, entonces Clara se acostó boca arriba
y él boca abajo.
Cuando despertaron el viento estaba frío. A ella le ardía la
cara, a él la espalda. El sol había desaparecido. La espesura de la noche los
acompañaba. No había luna, el cielo se confundía con el mar. Por primera vez coincidieron
en algo: tenían miedo. No sabían dónde estaban. Se habían terminado las botanas
y las cervezas. No había luces de hoteles o signo de vida, excepto el vaivén
del mar. Ricardo encendió la lancha y avanzó; aplicó el método de meterse un
dedo en la boca y sacarlo para encontrar el camino, uso su encendedor para
hacerse visible, el celular también, pero no había señal, el flash de la cámara
como reflejante, sin embargo no hubo resultado, ni siquiera sus vagos recuerdos
de Boy Scout ayudaron. Tras varias
horas la lancha se agotó y no avanzó más.
–No sé qué va a pasar con
nosotros, pero algo sí me queda claro: la imagen de ti y de mí juntos es cuando
yo bailaba y tú me veías con esa sonrisa infinita –dijo Clara con voz
temblorosa.
–Siempre te recordaré bailando –contestó Ricardo.
Se
abrazaron muy fuerte, tanto que a Clara le costaba trabajo respirar. Se
agregaron los sollozos al sonido del mar y del viento.
III
Nadie
se percató de que los Gómez Haro llevaban tres días sin ir al buffet del
restaurante “Mar Adentro”, de que la señora no había ido a darse masaje como
cada tarde, de que habían dejado de oírse suspiros cada noche, de que el minibar
de la habitación 404 conservaba las cervezas intactas.
Hoy la actividad de los empleados de
Zosit consistía en participar en un rally y después escuchar las palabras del
director general. Aún faltaban varias actividades de integración, sin embargo se
interrumpieron cuando el empleado del mes encontró la lancha donde los Gómez
Haro habían salido a dar la vuelta. Hizo señas a sus colegas para que pidieran
ayuda. Había un hombre y una mujer en la lancha, tenían los rostros y el cuerpo
del color de un camarón. “Se ve que se querían mucho por la forma en que están abrazados”,
pensó en voz alta, mientras veía a los guardias de seguridad acercarse al ritmo
del reggaeton que se escuchaba como música de fondo.
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