Se supone que deberían estar refugiadas en los árboles, pero terminaron acostumbrándose al calor humano o quizá a los restos de comida desperdigados.
La mujer dedica su tiempo a estar con ellas, incluso les habla y les pone nombres a cada una. Las defiende de los perros que intentan cazarlas sin éxito alguno, mientras mira de reojo a sus dueños. Es tal su devoción que la piel ha comenzado a cambiarle de tono, digamos que un café oscuro, de ardilla. No muestra señales de amargura o desdicha ante la metamorfosis sino más bien una simbiótica perversión con esas ratas con estola que la rodean a la misma hora, como todos los días.
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