Sales a la calle y miras lo que se te dé la gana. Miras a la
gorda con mayones blancos, a la escuálida con
mayones negros, el tatuaje del cajero del Oxxo, la joroba de la octagenaria, a los oficinistas con círculos de grasa en el saco, a las
cougars de tacones-zancos, a los ciclistas amateurs, también a los hombres que
caminan por el camellón. Miras el “se renta”, también al vagabundo con media
pierna de fuera, a la cucaracha color cabello de algunas mujeres, a la loca que
grita entre los coches y te recuerda que las brujas existen; al hombre y a la
mujer poco agraciados, al cielo color melón, al piso y a los escupitajos, a los
zapatos del aparador, a los encabezados de los periódicos, al niño con los
mocos en la mitad del rostro, a los vientres amasados con rodillo, a los que ya
se salieron de cauce, el sol, la luna, al albañil de pantalones pegados, a la
chica bien con ropa de marca, a la mesa de al lado, al extranjero con mapa en
mano, al ojiverde, a la mujer de labio leporino, al perro dando pasitos como de
ballet, a la dueña gritándole, a las gotas de lluvia, a la pared resquebrajada
por otro temblor, a las flores marchitas, a los sanjuderos con cejas depiladas,
al de los periódicos, a la virgen del taxista, a la viejita con el hijo tarado,
al matrimonio aburrido, a los novios devorándose en un rincón del metro, al hombre que sabrosea a la mujer de minifalda, al
mensajero de la moto, al “viene, viene”.
Miras y si te cansas, cierras los ojos y escuchas lo que hay
a tu alrededor. Lo más seguro es que no puedas permanecer ni diez minutos con
los ojos cerrados porque querrás ver todo lo que se te dé tu regalada gana.