Hace un año dejé de comer. Mi cuerpo lo resintió con cinco kilos menos, mi rostro se demacró y mi espíritu se tambaleó en segundos; no podía conciliar el sueño, dormir era un suplicio porque me quedaba varada en un mar espeso, oscuro y terriblemente silencioso; al despertar la frialdad de la cama me recordaba las camillas de sala de operación. Fui una piltrafa durante tres meses, los siguientes fui recuperando la cordura y la sonrisa.
Hoy mi cuerpo se ha curado de espanto, mi espíritu está en proceso. Curiosamente doce meses después me pagan por comer. Y me gusta porque me estoy alimentando con mi propio ego, mis creencias y pensamientos, chaquetas, impresiones, deducciones, principios. Quiero comerme al mundo y estoy comenzando a hacerlo, con pizzas y postres. Después no sé qué siga, quizá despedir al letargo.
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